Sunday, May 29, 2011

LXXIII La Hambruna


Donde Sancho, cual es propio de los escuderos y enanos al servicio de caballeros andantes, recibe el encargo de llevar noticias de las hazañas del moro y tesoros de gran valor que ha obtenido para depositarlos a los pies de la reina doña María Luisa.


Cd. de Méjico - 1683


La monja tenia ojos penetrantes.


--¿Decís que os manda Bernoulli?


--Tal nombre me instruyeron que os mencionara –contesto el moro--.  Aunque admito que no conozco al fulano.  Se me informo que vos respondéis al nombre de Hipatia.


--No le conteste, Sor Juana –advirtió Lorenzo--.  Puede ser una treta de Montoya.


El príncipe Guadalupe veía al moro con recelo.  En sus manos estaba una toledana desenvainada.


--Déjennos interrogarlo, madre –sugirió el príncipe.


--Sr. Santa Cruz –dijo fríamente la monja--, os presentáis de improviso en este convento inquiriendo por mi.  No se os conoce en la ciudad.  Decís que acabáis de llegar de la península.   Y venís citando nombres que no admitiré conocer.  Os debería denunciar ante el virrey.


--Madre, vengo por mandato de la mas alta autoridad de la corona, por encima incluso del virrey.  Me manda la misma reina, doña María Luisa, esposa de nuestro rey don Carlos y sobrina del mismo Luis XIV.  


--Al que según vos fue el que os mando aquí para empezar –dijo con sorna don Lorenzo--.  Tal parece que os codeáis con la nobleza de las Europas.


--Así es.  Doña María Luisa dice que su maestro de matemáticas fue un sabio llamado von Tschirnhaus.   Ah, y que este estaba muy impresionado con la serie a la que doña Hipatia había probado su convergencia.  


--¡Charlatán! –exclamo Lorenzo y sacando su daga.


--¡Por favor, don Lorenzo! –juro la monja irguiéndose--.  Acordaos que este es un convento.  ¡No derraméis sangre aquí!


--Pues con gusto nos lo llevamos a la laguna, madre, y ahí lo despanzurramos.  Yo se donde tirarlo.


--Creedme o no, os estoy diciendo la verdad en la medida que la conozco.  Yo solo quiero cumplir mi misión y regresarme a España con las pruebas que usted madre se supone me va a dar.


--¿Qué pruebas?


--Algo sobre la orbita de un planeta.  La reina decía que había que matar a un egipcio.  ¿Qué diablos voy yo a saber?  Soy tan solo un emisario.  Yo no conozco ningún egipcio pero si mi reina me lo ordena con mucho gusto le rebano el pescuezo.


--Este amigo huele a espía de la Inquisición –dijo Guadalupe.


La monja observo al moro con detenimiento.


¿אתה יהודי? –pregunto Sor Juana en hebreo.


--No entendí que me ha dicho vuecencia –contesto el moro.


--Bien, no sois judío. ¿האם אתה כהה?


--Si, soy moro –contesto Santa Cruz en la misma lengua.


--Don Lorenzo –ordeno la monja--, hacedme la venia de bajarle el jubón.


El indígena no la cuestiono.  Por un momento el moro pensó que la monja estaba ordenando que lo caparan.  El príncipe lo sujeto firmemente mientras lo desnudaban.  El moro quedo con sus vergüenzas al aire.


La monja sacudió la cabeza y se noto en su boca una leve sonrisa.


--Me temo que poco se de estos menesteres, señores, solo lo que he estudiado en grabados de anatomía, pues estos son objetos que raro se ven en un convento.  Decidme, don Lorenzo, ¿se os hace circunciso este hombre?


El indígena le dio un vistazo a las vergüenzas del moro


--Si esta circunciso, madre.


--Soltadlo, caballeros.  Este hombre dice la verdad.


El moro se volvió a cubrir.


--Madre, acabemos, deme el material que tengo que llevar a la reina y me pondré en camino.


--Hay un problema, señor Santa Cruz –explico la monja--.  Tengo, si, una versión muy concisa disponible.  Consiste tan solo de mis conclusiones y predicciones.  De nada le servirá a la reina y al Sr. Bernoulli.  El desarrollo en cuestión lo llamo El Caracol e incluye los datos tabulados que lo alimentan.  Pero me temo que El Caracol no se encuentra aquí.


--Pero, madre –contesto Lorenzo--, si su predicción se cumple sera prueba mas que suficiente.


La monja suspiro.


--No conocéis a los doctores, don Lorenzo.  Argumentaran que la observación es inconclusa.  Se juega aquí algo mas importante, demostrar que el modelo de Kepler es correcto y si, en efecto, acabar de eliminar la obra del egipcio, Tolomeo.


--¡Hasta que se quien es el fulano al que tengo que ajusticiar! –exclamo el moro.


--Si  el señor Santa Cruz logra llevar a Europa el Caracol completo, incluyendo las tablas y observaciones que lo avalan, y mis cálculos y derivaciones entonces los académicos no tendrán objeción.  Ellos podrán incluso reproducir mis observaciones y cálculos.  El modelo de Kepler será aceptado como verdad absoluta.  Quod Erat Demonstrandum.


--Bien, ¿adonde tengo que ir para recoger este Caracol?


--Al palacio de la Inquisición.  


--¡Oh cielos!


--El Caracol esta en manos del inquisidor mayor, Montoya.  Me temo que la santa madre iglesia considerara el Caracol y el material que le dio vida como peligros para la fe.


--Tengo treinta caballeros águila que vienen en camino ya, Sor Juana.  Tenemos que rescatar el Caracol a toda costa.


--Señores, yo estoy con ustedes –ofreció el moro--.  Se utilizar la toledana.  No le tengo amor a la Inquisición.  Pero, mientras, sugiero que se mande la versión abreviada, por lo menos, a Europa.


--¿Usted la llevara señor Santa Cruz?  --pregunto Lorenzo--.  Necesito todo hombre que pueda sostener un acero.


--No, yo no.  Llamad a mi criado, Sancho.  El llevara el manuscrito abreviado a la reina.


Y así fue como Sancho fue llamado a la presencia de Sor Juana.


--Ordénenme sus mercedes.


--Sancho –explico el moro--.  Por vuestra valentía y probidad se os encomienda una misión de gran riesgo.


--¿Debo llevar nuevas de sus proezas a una dama señor almirante?  Es añeja costumbre en estos menesteres que los caballeros encarguen a sus escuderos o enanos que lleven tales a sus doncellas.

--¡Santo Dios!  --murmuro Sor Juana--.  ¿Quién le ha llenado a este buen hombre la cabeza de humo?


--Estáis en lo cierto que es noticia de nuestras hazañas que debéis llevar a una dama, específicamente, a la reina.  Tened este cuadernillo.  Guardadlo con vuestra vida.  Y hacédselo llegar.  Y, por supuesto, tened esta bolsa para haceros mas fácil la travesía.


Mientras tanto, en el sótano de ese palacio doña Xochitl murmuraba a través de un resquicio en la pared de su celda.


--Tengo tres capsulas conmigo.


--Somos doce juaninos en esta celda –le contesto Fray Mateo--.  Hay otros seis en la que sigue. Se necesitaran mas venenos para asegurar que no hablen


Xochitl se puso a llorar.  Los monjes eran eruditos, no guerreros.  No iban a morderse la lengua con tal de no hablar.  Tarde o temprano, se imagino ella, las tropas del virrey se apersonarían en el Tlaloc.  Y el toltecayototl desaparecería.


Las celdas en los lóbregos sótanos del palacio de la Inquisición estaban rebozando de presos.  Sin embargo, Torres, por instrucciones de Montoya las estaba vaciando pues la captura de los juaninos hacia innecesaria retener al resto de los indígenas.


--¡Salgan bola de cabrones! –ordenaba el sosteniente Torres. 


Sus hombres sacaban a los reos a empujones y patadas.


--¿Pues que paso mi sosteniente?  --pregunto el Faisán entrando a los sótanos.  Atrás de él venia El Osito.


--Pues nada, que ya capture a esos cabrones de la Hermandad Blanca.  Arreste a 18 frailes juaninos y a la brujita doña Xochitl.


--Ah, pues vamos haciéndolos hablar –ofreció el Faisán.


--Pa luego es tarde –sonrió el Osito.


--Ah, ¿Qué dijeron?  ¿Que les iba a dejar empezar a interrogarlos y se les iban a empezar a petatear como resultado?  No señores, ustedes dos son rete mal hechotes.  Se me van saliendo de aquí.  ¡A la chingada!


--Ah, muy gallito, ¿verdad, Torres? –le dijo amenazadoramente el Osito.


--Ya les dije, ahuecando el ala cabrones.  Ustedes no van a tocar estos presos.


--¿Por orden de quien, cabrón?  ¿Tuya?


--No –dijo Montoya presentándose--.  Por ordenes mías.  Vos, señores Osito y Faisán no sois ya de mi confianza.  Daos de santos que no os mando arrestar.  Idos y poneros a las ordenes del secretario y no os atreváis a entrar a este sótano sino hasta nueva orden.  ¿Esta claro?


El Faisán jalo al Osito.


--Vengase compadre.  No la haga de tos.


Al salir, los dos hombres repararon en un fulano esbozado elegantemente vestido todo de negro que acompañaba a Montoya.  El hombre tenia una mirada glacial y su mano enguantada se posaba sobre la guarda de su toledana.


--¿Y ese cabrón quien será compadre? –pregunto el Osito.


--Quien sabe pero tiene una facha muy cabrona.  El caso es que mejor nos hacemos ojo de hormiga por el momento compadre.


Mientras Montoya estaba en conclave con Torres.


--Escuche, Torres, os hago responsable de que no se escape ninguno de estos presos.


--No se preocupe patrón.  Mis hombres están alertas.


--Mas os vale si no.  Escuchad.  Este es Monsieur de Aramis.  Esta al servicio del papa.  Obedeced sus instrucciones.   


--¡Sordenes patrón! –contesto Torres cuadrándose ante Montoya y el jesuita.


Los dos clérigos se dirigieron a la oficina de Montoya.  Ahí encontraron que ya tenían visita.


--¡Su ilustrísima! –exclamo Montoya apresurándose a besar el anillo del arzobispo Aguiar.


Junto al arzobispo su secretario, Josef Rubio, observaba impávido la escena.  Alrededor de este estaban amontonados desordenadamente pliegos de papel amate confiscados a los juaninos.


--Ya era hora Montoya –dijo con enojo Aguiar.


Aramis beso correctamente el anillo que le extendió Aguiar.


--¿Y vos quien sois? –el arzobispo vio con recelo a Aramis.


--Aramis.  Soy jesuita como vos.  Estoy al servicio de Roma.


Aramis le mostro el anillo, el mismo anillo que había portado Ignacio de Loyola.  El asombro era evidente en los ojos de Aguiar.  Quien portara ese anillo tenia mas poder incluso que el mismo general de los jesuitas.


--El señor Aramis acaba de llegar a esta ciudad –explico Montoya--.  Pero, lo mas importante, su señoría, es que he arrestado a unos monjes juaninos que pertenecen a la Hermandad Blanca.


--¡Sois un bruto Montoya!  ¿No estáis enterado de lo que esta pasando a unas cuantas cuadras de este palacio?  A duras penas ms criados me lograron sacar de catedral.


--Perdón, Ilustrísima, he estado muy ocupado aquí.


--¿Qué exactamente esta ocurriendo Ilustrísima? –inquirió Aramis.


--¡Que la maldita plebe hambrienta ha rodeado el palacio del virrey!  Estan pidiendo a gritos maíz, que no tenemos.  De un momento a otro queman el palacio del virrey.  Están fuera de control y no oyen razón.  Don Anselmo Bustos y su Tercio de la Nueva España se han atrincherado en el palacio junto con el virrey pero no están seguros si se sostendrán.


--¡Santo Dios!  No se preocupe su Ilustrísima, este palacio esta seguro.  Tengo gente armada que lo defiende.


--Su Ilustrísima –dijo Aramis--, creo que hay menesteres mas importantes que un levantamiento de indígenas.  Estamos ante un enemigo poderosísimo e insidioso que puede minar la fortaleza de la fe católica.  Y es que lo que se contiene en estos papeles puede refutar siglos de dogma, ¿entendéis?


El secretario, Rubio, un jesuita indígena egresado del colegio jesuita de San Francisco Xavier en Tepotzotlan sostenía una lupa y examinaba uno de los papeles de amate.


--El valor histórico de estas obras es incalculable, su Ilustrísima.


Aguiar miraba los papeles con recelo.


--¿Sabéis lo que dijo el moro Khaled al tomar Alejandría?  --pregunto Aguiar--.  Dijo que si las obras en la biblioteca de Alejandría contradecían al Koran entonces era herejías.  Y que si no lo hacían entonces era superfluas.  Igual digo yo con todo esto.  Consignadlo todo a las flamas.  Especialmente, si como dice el señor Aramis son un peligro para la iglesia.


--Me temo que esto no es todo –explico Aramis--.  Tengo información que me indica que hay toda una librería que contiene estos manuscritos en un lugar que llaman el Tetzacualco en lo alto de una montaña cerca del pueblo de Texcoco.


--Eso confirma los testimonios de los arrieros –añadió Montoya--.  Fue por lo que testificaron que logramos arrestar a estos herejes.


--En tal caso, su Ilustrísima –continuo Aramis--, debéis convencer al virrey que mande tropas a ese lugar para erradicar ese foco de herejía.


--Ahorita en estos momentos el virrey no esta seguro si vera la luz del día –replico Aguiar.


--Su Ilustrísima, si quemamos estos papeles solo arreciara la furia de los mexicanos –añadió Rubio--.  El virrey no puede venir en nuestro auxilio.


Aguiar dudo por un momento.



--Bien, no los toquéis por ahora.  Siempre habrá tiempo para quemar todo esto e ir luego a hacer una hecatombe en Texcoco.  Por el momento necesito ponerme a buen recaudo.  ¿Cuántos hombres tenéis aquí, Montoya?


--Aproximadamente unos cien, su Ilustrísima.


--Bien, dadme cincuenta que me escolten a Coyoacan.


Montoya palideció.  Cincuenta tal vez no sostendrían el punto.


--Su Ilustrísima, en tal caso estaremos expuestos aquí.


--Sera lo que el Santísimo dicte –acabo Aguiar--.  Dad las ordenes, Montoya.


Montoya no tuvo mas remedio que llamar a Torres y ordenar que proporcionara cincuenta de sus hombres para escoltar al arzobispo.


Satisfecho, Aguiar se levanto, les dio la bendición a los presentes, y se dirigió al patio del palacio, seguido de Rubio.


Rubio, al salir, observo los fajos de manuscritos con admiración.  


--¡Maravilloso!  ¡Quien pudiera estudiar todo esto!


Aramis observaba a Montoya que estaba todo alterado y estaba tratando de servirse, con manos temblorosas, un vaso de vino.


--Tened –dijo el jesuita sirviéndole--.  Intuyo que no sois gente de guerra.


--De ninguna manera, no, absolutamente no.  ¿Cómo es que os enterasteis de la biblioteca en la montaña de Texcoco?


--Fue un secreto de confesión de un moribundo.  Escuchad, no os preocupéis.  Dejadme ver por las defensas de este punto.  Nos sostendremos lo mas posible.  Lo importante, repito, es destruir estos manuscritos y eventualmente la fuente de la herejía.


--Pero su Ilustrísima dijo que no se les tocara.


--¡Bah!  En una escaramuza todo puede suceder –dijo sonriendo Aramis mientras se dirigía a inspeccionar las defensas--.  Una tea cae sobre ellos, que se yo, y arderan.


Montoya se quedo solo en su despacho.  Abrió su escritorio y deposito El Caracol ante si.  Lo abrió con reverencia y empezó a leer.


--¿Quemar esto que escribió ella?  Vive Dios eso seria una blasfemia –dijo apurando su vaso de vino.

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