Donde el rey coyote y el virrey se aprestan a presentar batalla
Afirman los eruditos que no hay razón por la cual los hombres recuerden el pasado y no el futuro. Y que los resabios de la memoria de este reviven al oír o presenciar eventos que lo portentan. Ni vos, Lorenzo Ixtlilxochitl, ni su servidor sabemos lo suficiente de estos menesteres para discutir con los doctores sobre el tema. Solo conocéis las consejas de vuestros viejos y os guiais por estas en la medida de vuestras posibilidades. Y cierto que tampoco hay certeza que esas consejas sean infalibles. Si así lo fueran los hombres que las siguieran al pie de la letra lo serian igual de infalibles. Y solo los necios sufrirían y el azar no tendría injerencia en los menesteres de los hombres.
Si el ejemplo de vuestro padre de ver por los suyos no fuera ya suficiente peso tenéis en vuestras espaldas también las obligaciones de un rey. Y estos, bien sabéis, Lorenzo Ixtlilxochitl pues habéis leído incontables ejemplos de reyes de la antigüedad tanto de Anahuac como de las Europas, demuestran su valer cuando se encuentran con la espalda contra la pared.
Ha caído la noche ya en la lóbrega casona. Los primeros en presentarse son un contingente de caballeros águilas venidos desde Texcoco a matacaballo. Los contáis. Son treinta con sus jefes y dos capitanes. Tan solo queda una docena guardando el Tetzacualco. Os estais jugando un albur, Lorenzo Ixtlilxochitl.
--Las carretas con los macehuales llegaran en un dia mas –os informa uno de los capitanes.
--Bien, que se estacionen en esta calle en cuanto lleguen. Por ahora, ved por la caballada y vuestros hombres. Hay aquí viveres. También hay petos, rodelas, y toledanas en abundancia. Decidles a vuestros hombres que se mantengan en el patio interior y que no se asomen o salgan a la calle. ¿Entendéis?
El capitán saluda y contesta afirmativamente.
El siguiente en presentarse es don Raul acompañado de vuestro hijo, Guadalupe.
--Alteza.
--¿Cuál es la situación en la plaza de armas?
--La turba sigue ahí –responde don Raúl.
--Parece que acamparan en la plaza –explica Guadalupe--. No permiten que los españoles salgan del palacio del virrey.
--Alteza, no tienen lideres. O por lo menos no han surgido tales. Actúan tan solo por hambre. ¿No cree vuecencia que podríamos utilizarlos por lo menos como distracción?
--Decís mas bien como carne de cañón, don Raúl. No, no puedo usar así al pueblo. Suficiente buen servicio es que fijen al virrey y al Tercio de la Nueva España en ese punto.
--Hablan sobre vos, alteza. El nombre del rey coyote esta en boca de todos –se atreve a añadir Guadalupe.
--¿Por qué insistís en ese punto? Si ese pueblo fuera siquiera la sombra de los que apedrearon a Moctezuma ya hubieran tomado el palacio. Mi primera obligación es al toltecayototl.
--Lo podrían hacer si tienen quien los encabece, alteza –insiste Guadalupe.
Contempláis a vuestro hijo por un momento y luego sacudís vuestra testa. Don Raúl contempla la escena pálido. Las palabras del príncipe rayan en insubordinación.
--Lo mas probable es que vos, príncipe, pronto sereis rey y podréis tomar las decisiones del caso. Que no se hable mas de esto.
El príncipe hace el saludo cual marcan las ordenanzas y se retira. Don Raúl os pide hablar en privado y lo lleváis a una recamara interior.
--¿Hay noticias de vuestro hijo don Raúl?
--No, alteza –responde el hombre con tristeza--. Él y su compañero no volvieron.
--Pero tampoco hay indicios de su captura.
--Así es, alteza.
Vos, Lorenzo Ixtlilxochitl contempláis a vuestro viejo maestro de esgrima y la duda surge en vuestra mente. Con suma facilidad podríais ordenar que vuestro hijo se pusiera a buen recaudo, en el Tetzacualco, el cual, después de todo, solo quedo con una guardia mínima. Nadie se atrevería a desobedecer, aun Guadalupe, aunque bien sabéis que lo haría a regañadientes. Las ordenes de un rey mexicano se obedecen siempre ciegamente. De ahí la gran responsabilidad que pesa sobre vuestras espaldas, Lorenzo Ixtlilxochitl, y vuestra necesidad de no prestaros a frivolidades. Pero bien sabéis que el perder una sola espada puede ser la diferencia entre el éxito o el fracaso de vuestra empresa. ¿Y con que cara, Lorenzo Ixtlilxochitl, podríais encarar después a don Raúl si ponéis a vuestro hijo a buen recaudo si este ha sacrificado al suyo?
--En tal caso, don Raúl, todavía hay esperanza.
El hombre no responde a esto pero os murmura en voz quda.
--Alteza, hay secretos de la orden que no le son revelados ni aun a un rey. Pero, si la situación es de extrema urgencia hay que hacer excepciones.
--Continuad.
--Tenemos, digámoslo así, gente a nuestro servicio, llamémoslos “medios”, dentro de la Inquisición. No os daré detalle sobre estos.
--Prudente es. Continuad.
--Llegado el momento, contactaremos a estos “medios” y les pediremos actúen dentro de la Inquisición para favorecernos.
--¿Significara que serán expuestos?
--Irremediablemente, si, así seria.
--En tal caso, os ordeno que les ordenéis se pongan a buen recaudo. Prefiero que si nuestra empresa fracasa estos medios, como vos los habéis llamado, continúen en pie y al servicio de la orden.
--Así será alteza. Transmitiré vuestras ordenes.
Un toquido en la puerta os interrumpe.
--Alteza, ha llegado el que le llaman el moro.
--Hacedlo pasar.
--Señor –dice con respeto el moro descubriéndose.
En los días previos le habéis revelado al moro, Lorenzo Ixtlilxochitl, cual es vuestro linaje y vuestro mando. El moro se puso incondicionalmente a vuestras ordenes. Parece no tener en verdad gran amor a la santa madre iglesia y esta ansioso de cumplir su misión. También parece tener cierto respeto hacia la ira de los reyes y adivina que podéis ser implacable, Lorenzo Ixtlilxochitl.
El moro viste como gentilhombre y porta una toledana al cinto.
--¿Y bien don Pedro?
--No llegue a la gran plaza, alteza. Pero si llegue hasta la plaza de Santo Domingo y ahí me advirtieron que no me siguiera hasta la plaza de armas.
--¿Observasteis a la guarnición del palacio del santo oficio?
--Si. Incluso intercambie breves palabras con su capitán, un tal sosteniente Torres según oí nombrar. El hombre estaba que echaba pestes contra sus patrones.
--¿Ah si?
--En efecto, alteza, dice que no le han dejado suficientes hombres para sostenerse.
--¿Estáis seguro? ¿Por qué os hablo con tanta facilidad?
-- Con estos trapos me fue fácil convencerlo que era hombre del virrey, cristiano viejo, recién llegado de España.
--¿Y decís que cree que no tiene suficientes hombres para sostenerse?
--Por los huesos de mi madre, alteza, así fue que me lo dijo el fulano.
--¿Contasteis a los guardias? –pregunta don Raúl.
--Solo vide unos veinte en la puerta principal. Pero oí voces en el interior. Seguro tienen mas adentro.
Don Lorenzo hizo llamar a Guadalupe y a los capitanes.
--Señores, en cuanto lleguen las carretas y los macehuales marchamos. No hay tiempo para maniobras. Asaltaremos el palacio del santo oficio e intentaremos forzar el paso por su puerta principal. Debemos de sorprender a la guarnición y asegurarnos que no cierren las puertas. Estas son pesadas y gruesas. Don Pedro, ya que os conocen ahí y confían en usted, ¿estaréis dispuesto a encabezar a unos cuantos hombres para actuar como vanguardia y haceros dueños de esta puerta?
--Ordene alteza y así lo hare.
--Bien, príncipe Guadalupe, acompañad al moro con otros dos hombres. Estaremos a tan solo unos minutos de vos. Tomad la entrada y sosteneros ahí hasta que lleguemos, ¿entendéis?
--Si alteza.
--Caballeros, nuestro objetivo primordial es rescatar a los juaninos, a doña Xochitl, y los documentos del toltecayototl.
--¿Y si tal no es posible alteza? –pregunta don Raúl.
Es entonces que endurecéis el gesto, Lorenzo Ixtlilxochitl y os hacéis dar la orden.
--En tal caso, aseguraros de que ningún juanino sobreviva y tampoco doña Xochitl. ¿Entendéis? Bajo ningún concepto deben de revelar la localización del toltecayotl. Igual, ninguno de nosotros puede caer prisionero.
--¿Y yo? –se atrevió a preguntar el moro.
Don Lorenzo lo vio fijamente.
--Nos aseguraremos que no caiga vivo, don Pedro. ¿Entiende usted?
El moro suspiro.
--De acuerdo, alteza.
Mientras tanto, en el palacio del virrey el oidor Ceballos parecía a punto de tener una apoplejía.
--¡Están insultando al rey! ¡Oíd como vociferan!
Junto a él, don Carlos de Sigüenza y Góngora observaba impávido la gran plaza de armas a través de una de las ventanas de este.
--¿Qué queréis? No han comido en días. No hay una sola fanega de maíz en toda la ciudad.
Ceballos se aproximó a la ventana y se asomo e hizo un gesto obsceno hacia la plebe que se congregaba en la plaza. Don Carlos lo jalo hacia dentro.
--Excelencia, os aconsejo que no os expongáis tanto. Según cuentan las crónicas, los ancestros de estos fulanos mataron de una pedrada a su emperador Moctezuma. Son muy diestros con la honda. No creo que respeten mas a un oidor.
Como para puntualizar lo que afirmaba don Carlos se oyó una pedrada impactarse junto a la ventana.
--¡Hostia! –exclamo Ceballos.
Fue entonces que entro el virrey de la Cerda acompañado de Bustos y varios secretarios. El virrey se sentó en su trono y encaro a la audiencia.
--Don Anselmo Bustos –indico el virrey dirigiéndose al comandante del Tercio de la Nueva España--, reporte vuecencia sobre la situación.
--Los alzados hicieron un intento de forzar la puerta principal hace un par de horas, alteza. Los rechazamos con muchas bajas. Tuvimos dos heridos tan solo.
--¿Nos sostendremos?
Don Anselmo vacilo un momento.
--No lo puedo garantizar, alteza. La desesperación de la plebe es cada día mayor. Son capaces de todo. Llegara el momento en que no le temerán a morir.
--¿Qué de los refuerzos?
--Mandamos correos a los gobernadores de Puebla y Querétaro. No hemos tenido respuesta y ningún jinete ha roto el sitio.
--¿Y los otros puntos fuertes?
--Alteza, el puerto de San Lázaro, a unas cuantas cuadras de aquí, sigue en nuestras manos. Si es necesario, vuecencia y la virreina podréis iros en piragua a través de este.
De la Cerda frunció las cejas.
--¿Abandonar mi puesto? No, don Anselmo, hare como que no habéis sugerido tal cosa. El rey me encomendó el gobierno de esta ínsula y cumpliré su mandato aun a cuesta de mi vida.
--Como mande su excelencia –contesto Bustos--. Respecto a los otros puntos, no tenemos noticia de los pueblos aledaños. Sabemos, si, que el palacio del santo oficio en la plaza de Santo Domingo todavía se sostiene.
--¿Y que del arzobispo?
--Se cree que ha salido de la ciudad, alteza.
--Don Carlos, ¿Qué me decís del chahuistle este?
--Toda la cosecha del valle de Méjico se ha perdido alteza. Nuestra única esperanza es que lleguen suministros desde Querétaro. Ya los mandamos pedir.
--Entiendo. Don Anselmo, buscad un jinete que rompa el cerco. Que se dirija a Querétaro. El gobernador tendrá que mandar refuerzos y una fuerte escolta para cualquier maíz que nos manden desde el interior.
En eso una pedrada penetro por una ventana y rodo a los pies del virrey. La audiencia reacciono exaltada hasta que el virrey levanto su mano y se sosegaron. Luego el virrey atisbo rápidamente por el ventanal.
--Son miles.
--Así es, alteza –apunto Bustos.
--Han venido de pueblos aledaños alteza –añadió don Carlos.
--Hay mujeres y niños entre la plebe –dijo el virrey.
--¡Con gusto nos destazaban y nos comerían, alteza! –puntualizo Ceballos.
El virrey suspiro.
--Señor capitán Bustos, estas son mis instrucciones. Aprestad vuestros hombres y cargad las espingardas en lo alto del castillo con metralla. Os ordeno que hagáis una salida para barrer esa plaza y limpiarla de esa plebe alzada. Si podéis, llegad hasta la plaza de Santo Domingo y reforzad el palacio del santo oficio. Esperad a que os indique cuando debéis de actuar.
--Alteza, debemos de actuar de inmediato –se atrevió a sugerir Ceballos.
--No es de mi agrado ametrallar a mujeres y niños, señor Ceballos, así que no insista se lo ruego. Capitán, no toméis acción hasta que os de la orden, ¿entendéis?
--Ya sabéis mi decisión, señores. Por Santiago, ojala que triunfemos y que el Santísimo nos perdone la sangre inocente que vamos a derramar. Me temo que no tengo opción. Tenemos que enseñarles a los mejicanos a respetar a España.
No comments:
Post a Comment