Monday, May 30, 2011

LXXII. Los Piratas

Del libro de Pedro de Santa Cruz


Donde se le explica a Sancho las bondades de unirse a los depredadores del mar océano.


El capitán corsario ordeno transferir a la tripulación y a los pasajeros de la Remedios a una nave pirata que se acercó.  Yo y Sancho parecíamos condenados a ser hacinados en la sentina del buque pirata, junto con el resto de los pasajeros.


Sin embargo, dos hombres, uno un tuerto y el otro un fulano con los dos ojos muy juntos, me señalaron y le murmuraron algo al capitán pirata.  Acto seguido, un negro gigantesco me tomo del brazo.

--Venid conmigo y no opongáis resistencia –dijo el africano poniendo un pistolón en mi sien.

--¡Como os atrevéis a tocar al señor almirante! –protesto Sancho.

--¡Ahora nos resulta almirante el desgraciado!  --dijo el de los ojos juntos.

Iban a despanzurrar a mi criado por su osadía.

--Os suplico, sus señorías, dejadlo ir.  Ha perdido la razón por el vaivén del mar.

Sancho empezó a forcejear con los piratas.  Les tomo a varios someterlo.  El alboroto atrajo la atención del capitán pirata.

--Carmaux y Wan Stiller os conocen –me dijo el pirata hablando con acento italiano--.  Vuestro nombre es Pedro de Santa Cruz, ¿correcto?

Vi a los dos hombres que tal afirmaban.  Las nubes de mi memoria se aclararon.  Eran los dos fulanos que habían acompañado al gigante tudesco Herman hacia tantos años.

--Si señor capitán, tal soy, ¿y que con ello?

--Pero vuestro criado insiste en que sois un almirante.

--Os repito, el pobre hombre no sabe de lo que habla.  He sido, si, marinero.

El fulano me vio con detenimiento.

--Tenéis pinta de gentilhombre.  Sera cuestión tan solo de vestiros con los trapos del caso.  Creo que serviréis a mis propósitos.

--¿Qué debo hacer?

--Os haréis pasar por un enviado de la corona española, tal vez al servicio de la misma reina.

Me le quede viendo con asombro al fulano.  No sabia lo ciertas que eran sus palabras.

--Su señoría me dirá con qué fin.

--Quiero capturar San Juan de Ulua.  Es la clave del puerto.  Vos me ayudareis a ello.

--Entiendo.  Seria traición a mi patria.  Por supuesto, si me rehusó…

--Correcto.  Alimentareis a los tiburones, vos y vuestro criado. 

Las palabras de la reina, advirtiéndome que a veces, para servir a España se tenia que actuar en su contra se me vinieron a la mente.  Cumplir mi misión era lo que la reina esperaba y para ello necesitaba estar vivo.  Además, no me apetecia ser cagado por los tiburones.

--Contad conmigo.

--Por supuesto, si intentáis algo moriréis de inmediato.  Carmaux y Wan Stiller me han advertido que sois hombre peligroso.

El tono del hombre era razonable.

--No me apetece la muerte todavía.  Pero, decidme, señor capitán, ¿qué ganare a cambio?

--Os dejaremos ir con el pellejo intacto.

--¿Y mi bolsa y alforjas? –los piratas habían desplumado de inmediato a todos los de la Remedios.

El capitán hizo una señal.

--Regresadle sus pertenencias a este hombre.

--Quedo entonces a vuestras ordenes, señor de Ventimiglia.

Los piratas se ocuparon de inmediato de la maniobra de la Remedios y nos ignoraron por lo general.  Esa noche dormitaba en la cubierta.  A unos metros Sancho se había sentado junto a los facinerosos y departía amistosamente con ellos alrededor de una gran olla donde hacían caldo de tortuga.  Una bota era pasada de mano en mano.  Un gran papagayo o loro dormitaba, a manera de sombrero, sobre la testa de Carmaux.

--A vuestra salud, señores piratas –dijo Sancho apurando la bota.

--A la de usted, don Sancho –contesto Carmaux.

--Vale, que tenéis hígados.  Ya os iba a rebanar el pescuezo –apunto Wan Stiller.

--¿Qué queréis?  Soy español y estabais faltándole al respeto al señor almirante.

Yo fingí dormitar.

--Cierto, sois valiente –afirmo Moko--.  ¿No habéis acaso considerado haceros pirata?  Hay muchos españoles en nuestras filas.

--¿Yo pirata?

--¿Por qué no? –insistió Moko--.  Claro, os tendréis que cambiar el nombre.  Eso de Sancho Panza, el terror del Caribe no suena muy convincente.

--Podéis haceros llamar Sancho el Terrible –sugirió Wan Stiller.

--O Sancho el Inmisericorde –añadió Carmaux.

El papagayo o loro despertó.

--¡Aaaarrrk!  ¡Quemad doncellas y violad ciudades!

--¡Callaos Capitán Loro! –ordeno Carmaux dándole una palmada.

El loro voló y se poso en la borda.

--¿No seria mejor al revés?  Violad doncellas y quemad ciudades?

--El loro no es muy dado a la dialéctica.  Lo que Dios no da, Salamanca no lo presta  –explico Moko--. Escuchad, don Sancho,  en esta carrera de asaltante de buques tenemos mucha rotación de personal. ¿Entendéis?

--El que no se muere de sífilis se muere despanzurrado –explico Carmaux.

--¡Aaarrkk!!!  ¡Tengo sífilis! –exclamo el loro--.  ¿Queréis conmigo?  ¡Hacedme piojito!

--Pero mi punto es –continuo Moko—en que podéis obtener ascensos con rapidez.  Bien podríais acabar vuestros días de almirante.

--Vuecencias han hecho alusión que por lo general acabáis cagados por tiburones –contesto Sancho.

--Tal es.  Pero, por otra parte, ¿que ventaja hay de morir en tierra?  --cuestiono Moko--.  En el mar os cagan uno, tal vez dos, tiburones.  En tierra os cagan miles de gusanos, a través de miles de culitos pequeñísimos.  No hay gran diferencia en nuestra suerte, que es ser cagados, excepto por el diámetro y el numero de los orificios a través de los cuales hacemos nuestra ultima travesía.

--¡Aaaarrrk! ¡Orificios! ¡Aaarrrk! ¡De indias desnudas!

--Señores, os debo agradecer la oferta pero me habéis recordado algo que se me ha prometido.  Os debo confesare que le soy fiel a mi almirante e integrarme a vuestras filas seria traición a él.

--Pues vuestro almirante no es muy fiel a España que digamos –apunto Carmaux.

--No veo que mas pueda hacer.  Sois mas en numero y muy bien armados.

Me avoque a fingir roncar.

--¿Y por qué lo seguís? –inquirió Moko--.  ¿Os hizo acaso promesas de haceros rico?

Sancho balbuceo algo no muy convincente acerca del honor y la fidelidad.

--¡Arrkk! ¡Indias desnudas! ¡Arrrk!

El pajarraco aparentemente tenia una inteligencia sobrenatural y podía leer la mente de Sancho pues yo le había prometido que le daría un reino en las Indias y que ahí podría tener un sequito o harem de indias desnudas que le estarían haciendo piojito.

--Típico –dijo Moko suspirando--.  Un aristócrata se vale de las esperanzas de mejora de un siervo para llenarle la cabeza de humo.

--Nosotros ya rompimos esos lazos aspiraciones –insistió Wan Stiller--.   La nuestra es una vida breve, si, pero interesante y los frutos de nuestro trabajo los podemos disfrutar sin pasar por intermediarios.

--Por las leyes de la Tortuga, el Rayo nos pertenece a todos los tripulantes –explico Carmaux.

--De ahí entonces que somos los dueños de los medios de producción –continuo Moko--.  ¿Entendéis esto señor Sancho?

Sancho se rasco la testa.

--Habláis levantisco –observo Sancho--.  ¿Por qué entonces obedecéis ciegamente a vuestro señor de Ventimiglia.  Paréceme que es un noble.

--¡Aaarrrk!  ¡Es un hideputa! ¡Es un hideputa!

--Ha probado ser buen líder –explico Moko--. Además, es inevitable que los burgueses y nobles sean los que encabecen estas empresas.  Son los que tienen la educación necesaria.

--Cierto –asintió Carmaux--.  Yo ni siquiera se leer y menos leer una carta de navegación.  ¿Cómo podría capitanear un buque?

--Además el loro tiene razón –admitió Wan Stiller--.  El capitán es el demonio mismo.  Yo no me atrevería siquiera a contradecirlo.

--Pero, ¡sois piratas!

--Cierto.  Ese es el titulo que los explotadores usan para calificarnos –admitió Moko--.  Los explotadores compran a los magistrados.  Estos nos tildan de piratas y salteadores y luego el rey arma sus flotas para ir a perseguirnos.  Así los explotadores pueden seguir robando en paz.  

--Bueno, nadie niega que robamos –admitió Carmaux.

-- No les gusta nuestra competencia –explico Wan Stiller.


--¡Aaaarrk!  ¡Violad ciudades y quemad doncellas!  ¡Aaarrrrk!

Moko tomo un largo trago de la bota y sonriendo se la paso a Sancho.

--Sin embargo, don Sancho, nosotros nos consideramos mas bien cruzados.

--¿Cruzados?

--Sr. Sancho, queremos corregir los males del mundo. Y sabed que el dinero no es la causa de los males del mundo.

--¿No lo es?

--No, la ausencia de este es la causa principal de estos–sonrió Moko--.  La concentración de este en unas pocas manos causa desigualdades y resentimientos.  De ahí que nosotros solo tratamos de asegurarnos que la riqueza se reparta equitativamente.

--Y que anide en nuestros bolsillos –añadió Carmaux.

--Amen –puntualizo Wan Stiller.

--Hay leyes inmutables del mercado, Señor Sancho.  Y la primera y mas importante de estas leyes es que el que tiene el oro dicta las leyes.

--Nuestra intención no es menos honrosa que la del rey.  El justifica su avaricia actuando, dice, en nombre de España y ondea la bandera de esta al hacerlo –explico Carmaux--.  Nosotros lo hacemos para aliviar nuestra pobreza y ondeamos nuestra bandera pirata.  ¿Cuál es la diferencia?  ¿Es mas apremiante la avaricia que la pobreza?  ¿Y es un trapo mas sagrado que otro?

--Decís muchas certezas, señores, y vuestra oferta es sincera.  Hay, sin embargo, algo que de aceptarla perdería.  Verán, hoy puedo caminar por cualquier calle de España sin que se me señale y se me arreste y se me ponga en grilletes.  Puedo entonces dormir tranquilo sin deberle nada ni al rey ni a los hombres.  Y solo le debo la vida a Dios, hasta que me la pida el día que así le parezca conveniente.  

Moko los piratas veían a Sancho con cierta tristeza.

--Bien, señor Sancho, sois un hombre con eso que llaman conciencia –admitió Moko--.  De ahí que nunca seréis parte de los explotadores o de los que no estamos dispuestos a ser explotados.

--Si, lastima –dijo Wan Stiller.

--Os diré que el perro encadenado también duerme tranquilo –le espeto Carmaux.

Sancho no pudo evitar palidecer.

--¿Me vais a ajusticiar?

--Hay cosas que he aprendido están mas allá de mis fuerzas –admitió Moko--, incluyendo cambiar el parecer de ciertos hombres.

--Tenéis cadenas que solo vos podéis romper –observo quedamente Wan Stiller.

--Yo pensaba que teníais los hígados para ello –dijo Carmaux—pero creo que me equivoque.

--¡Aaaarrrrk!  ¡Echadlo por la borda!

--Pero no, don Sancho –continuo Moko alzando la mano--, no os vamos a ajusticiar.  Mas bien, vamos a beber con vuecencia.  ¡Salud!  Tal vez seáis el único hombre honrado a bordo de esta nave.

Al amanecer del día siguiente divisamos una montaña gigantesca y nevada al oriente.  Estábamos tan solo a unas horas de Veracruz.  La Remedios se había adelantado a la flota pirata.  Pronto se vio el caserío del puerto en lontananza.  

Fue entonces que fuimos rodeados por una turba de buques pequeños.

--¡Santa Cruz!  --ordeno Ventimiglia-- ¿Qué con estos fulanos?

--Son contrabandistas, capitán.  Si los atacáis irán a dar aviso a la capitanía del puerto.  Seguidles el juego, os recomiendo.

En efecto, la pequeña flotilla tomo por asalto a la Remedios.  Docenas de ellos se subieron.  Estábamos rodeados.

--A ver, güerito –dijo un mulato que parecía ser de los principales entre los contrabandistas--, ¿traéis vinos o piernas de jamón?

--Yo os daré mejor precio –ofreció un vizcaíno gordo y sudoroso.

Ventimiglia no tuvo empacho en vaciar el contenido de la Remedios, que no era mucho, y pusieronse los piratas a comerciar con los contrabandistas.

La Remedios se convirtió en una romería.  Unos músicos que le llamaban requintaros aparecieron quien sabe de donde y unas parejas empezaron a zapatear en su cubierta.  Ni Ventimiglia ni sus  piratas se atrevían a hacer algo contra los contrabandistas so pena de descubrirse.  

Mas al aproximarnos al puerto la nube de contrabandistas se fue esfumando.  Y estp fue porque una nave de la capitanía del puerto con unos cañoncitos a bordo se nos aproximó amenazadoramente.  Después de una inspección muy somera (y de que Ventimiglia le mando un jamón serrano al oficial al mando) los corchetes veracruzanos no tuvieron problema en aceptarnos como un buque español.  Luego un piloto nos abordó y nos guio hasta el malecón en el cual atracamos.  

Podíamos observar la mole pétrea de la fortaleza de San Juan de Ulua y las bocas de sus cañones.   El puerto estaba tan solo a unos pasos.  Al día siguiente, nos informo un enviado del alcalde, se presentaría un notario para dar fe de nuestra carga.  El fulano, que era un pícaro, nos recomendó desembarcar lo que quisiéramos esa noche y hasta ofreció comprar la carga a nombre de su patrón.  Así, nos explico el bribón, no habría líos con el fisco.

Mas bien esa noche los piratas desembarcaron.  Me habían vestido con trapos lujosos, robados quien sabe donde.  Fue así que escoltados de cerca por los piratas, Sancho y yo nos encaminamos a San Juan de Ulua.

El negro gigante, Moko, estaba al mando.

--Escuchad, Santa Cruz, si hacéis el mas ligero movimiento en falso, os hare matar de inmediato.  ¿Entendéis?

Como para reforzar la amenaza Carmaux y Wan Stiller me mostraron sendos pistolones.  Yo estaba desarmado.  

--¡Abrid con un carajo! –rugió el negro ante las puertas de la fortaleza.

--¿Quién chingaos vive?  --grito el centinela, aparentemente molesto porque habíamos interrumpido su sueño.

Para mi sorpresa, Sancho fue el que increpo al centinela.

--¡Avisad a vuestro comandante que aquí se encuentra don Pedro de Santa Cruz, almirante de las galeras del rey!  ¡Si no queréis ser condenados a remar en estas mas os vale que os apresuréis a dejarnos entrar!

Hubo un momento de confusión entre la guardia.

--El comandante don Gustavo Reyes se encuentra en Orizaba.

--¡El señor almirante no esta acostumbrado a esperar!  ¡Ni el rey ni el papa lo hacen esperar!  ¡Abrid si no queréis acabar en grilletes!

Había obviamente gran confusión dentro de la fortaleza.  Pero unos minutos después las puertas se abrieron y los guardias se pusieron en fila y nos presentaron armas.  Acompañado de los piratas entramos a San Juan de Ulua.

Un sargento se aproximó e hizo una caravana.

--Su señoría, no fuimos avisados.

--Despreocupaos, buen hombre –le dije con dejo petulante y voz mofletuda--.  Escuchad, vuestro comandante, decís, ¿esta en Orizaba?

--Pues si, su señoría, es que tiene ahí una movida.

--¿Movida?  --el hablar de los mejicanos era aparentemente español pero lleno de modismos que me eran inexplicables.

--Una mujer, su señoría.  El caso es que regresa en tres días.

--Ah bien, escuchad mis ordenes entonces.  Vos y vuestros hombres tenéis permiso de ir a Orizaba con vuestro comandante.

--¿Todos, su señoría?

--Si, --dije con aire de perdonavidas y aburrimiento--.  A ver, este señor Moko,  dadle unos cobres a manera de viáticos a este sargento para que los reparta entre la guarnición.

--¡Burgués! –murmuro el negro entre dientes sin ocultar su recelo.

Sin embargo, le dio una bolsa llena de plata al sargento.

--¡Gracias patrón! –fue lo que dijo el sargento--.  ¡Beberemos a vuestra salud!

--Ahuecad el ala que no me apetece discutir con vos.  No sois personas de calidad.

--Pero, patrón, ¿y la fortaleza?

--Nosotros nos encargamos –advirtió Moko--.  No importunéis a su señoría mas.

--Muy cierto.  No estoy de humor para discutir con un simple sargento.  Repito, idos ya.

--Su señoría es muy dado a empalar a sus enemigos –apunto Sancho--.  Lo aprendió de los turcos.  Yo que vos obedecía prontamente.

--¡Jijos! –juro el sargento.

Acto seguido él y sus hombres evacuaron la fortaleza y tomaron el camino a Orizaba.

Al amanecer la flota de Lorencillo entro en el puerto.  No hubo resistencia.  Los piratas eran ya dueños de la ciudad y procedieron a desplumarla.

--Tenéis ya la ciudad, señor de Ventimiglia –le dije a este.

--Cierto Santa Cruz.  Tened vuestras bolsas y armas y tomad unos caballos.  Haceos escasos si no queréis que os vuelva a hacer prisioneros.

Ni Sancho ni yo discutimos mas.  Salimos a escape del puerto.

Esa noche, a unas leguas mas al sur, en la llamada Barra de Alvarado, la gran nave del papa depositaba en tierra a un hombre vestido de jesuita.  Aramis había llegado a la Nueva España.  Definitivamente los viajes por mar no le sentaban y el mar estaba embravecido cuando fue llevado a tierra.  Su primer acto al tocar esta fue vomitar la cena.

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