Thursday, May 12, 2011

LXXIX Epilogo Dos – El Cortejo Fúnebre


Y mantenedme en vuestra gracia, para impetrarme la divina, de que os conceda el Señor muchos aumentos y os guarde, como le suplico y he menester. De este convento de N. Padre San Jerónimo de Méjico, a primero día del mes de marzo de mil seiscientos y noventa y un años. B. V. M. vuestra más favorecida - Juana Inés de la Cruz

Los peninsulares insisten en escribir “Méjico” con jota mas los mexicanos insisten se haga con la equis pues, afirman, asi se manifiesta con mas evidencia su cruz.  Las hambrunas y guerras y asaltos de piratas eran el pan de cada día de los pobladores.  Y a estas tribulaciones se unían los tributos y alcabalas que imponía la corona y la continua vigilancia que hacia la inquisición sobre los habitantes.

En la primavera de 1695 la cruz se hizo muy pesada.  Se desato una epidemia de tifo.  Este castigo con especial saña al convento de las jerónimas.  Incluso el confesor designado, el padre Núñez de Miranda, falleció (pocos le lloraron).  Y de cada diez monjas nueve fallecieron.  Sor Juana , que entonces tenia 43 años, se ofreció a cuidar a las enfermas.  Fue inevitable que también se contagiara.  En la madrugada del 17 de abril la hija de Apolo falleció.

Unas horas después se presentaron tres hombres en el convento.

--¿Esto es todo? –pregunto don Francisco Aguiar viendo los artículos que habían sido extraídos del claustro de la musa.

--Si –contesto la madre superiora (una jovencita pues las monjas de mas edad ya habían muerto)--.  Solo quedan una imagen de la trinidad y un niño Dios.  Tengo instrucciones de legárselo a su Ilustrísima.

Don Carlos de Sigüenza observo los libros.  Eran clásicos que la musa había acumulado a través de los años, Platón, Homero, Ovidio.

--Pensaba que tenia miles de libros allá arriba –afirmo don Carlos--.  A cada rato me sorprendía ella con un tomo del cual no sabia yo que existiera.

--En efecto –contesto la madre superiora--, pero como recordáis vendió casi toda su librería.  Los fondos se los mando a su Ilustrísima para ayuda de sus pobres.

Hay algo de filo en las palabras de la monja que incomodan a Aguiar.

--En efecto –se concreta a decir el arzobispo.

--Pero, ¿y los astrolabios, las cartas celestiales, los libros hebreos y árabes e hindús, vamos, y el telescopio?

Aguiar frunce el seño.

--¿Tenia sor Juana un telescopio?  Son instrumentos del maligno.

Don Carlos hace una pequeña caravana.

--Fue mi culpa.  Fue con la anuencia del virrey que se mando traer uno desde tierras herejes.  Era urgente observar los astros para ver si volvería el chahuistle.  Tal hacían los reyes mejicanos, su Ilustrísima.

--Esos vivían en el error.

--Excelencias, todo lo que nombráis lo mando vender Sor Juana por instrucciones de su confesor Núñez de Miranda.  No le parecía bien a este que Sor Juana se empleara en esos menesteres.

El arzobispo ignora las palabras de la monja sale del lugar con cierto disgusto.  Su secretario, Rubio, cruza miradas con don Carlos y sonríe.

--Preparad su cuerpo por favor, madre –solicita don Carlos.

Unas horas después sale una procesión llevando el cuerpo de la musa.  El carromato que lo porta va escoltado por el cabildo de la catedral, incluyendo a Aguiar y don Carlos.  Pronto se va uniendo mas gente, sobretodo estudiantes de la Universidad Pontificia de la Ciudad de México que han llegado a conocer la fama y trabajos de la musa a través de don Carlos,  que ostenta la silla de matemáticas y astronomía.  Igual se unió el pueblo llano que la habían llegado a conocer a través de sus villancicos y otras obras.

A la procesión se le unen unos ancianos indígenas portando blanquísimas togas yucatecas que envidiaría un senador de la Roma antigua.  Los encabeza un joven indígena alto de buena planta vestido elegantemente de gentilhombre.  Porta una toledana al cinto, cosa que estaba prohibido a los mejicanos, mas sin embargo no hay quien se ose cuestionarlo.

El joven observa a sus alrededores y detiene su vista en una esquina.  Desvía sus pasos hacia donde se encuentran dos hombres.  Los ancianos hacen una pequeña caravana al paso del joven y detiene su caminar.  Uno es un joven indígena con planta de soldado.  De su cinturón cuelga un cuchillo de misericordia.  El otro es un hombre canoso, delgado, muy moreno, español, vestido con el traje de los juaninos.

--Don Antonio –dice el joven reconociendo a Montoya.

--Alteza –responde Montoya haciendo una pequeña caravana.

--Se nos fue don Antonio –apunta tristemente el joven.

--No alteza.  Ella vive, ¡aquí! –contesta Montoya con vos entrecortada mientras posa un dedo en su sien.

--Tenéis razón.  Es ya inmortal.

--Alteza, mucho os agradezco que me haya hecho la gracia de presenciar su paso –dice calladamente Montoya--.  Os aseguro que no tengo intención de evadiros.

El joven ríe.

--El señor capitán aquí presente es mas bien una precaución.   No quisiéramos que alguien os reconociera y nos quisiera hacer prescindir de vuestra erudición e intelecto.   Vuestro trabajo en el Tetzacualco es muy apreciado, don Antonio.  Decidme, ¿lograremos confirmar la predicción de ella?

--Lo que alcance a leer brevemente en el Caracol me indica que será en unos ocho años mas que Rahu sera visible a nuestros instrumentos.  Mas, me temo que no soy capaz de reproducir su obra.  Vive Dios, lo he intentado pero no estoy a su altura.  Lo único que me consuela saber es que los europeos tienen ya aunque sea la versión abreviada.  Con ella podrán observar a Rahu pues tienen mejores instrumentos.

El hombre dice estas ultimas palabras con verdadero pesar.

--Escuchad, don Antonio, preparad una lista de los instrumentos que creáis conveniente que hagamos traer de Europa.  Mandare sean comprados y traídos a la Nueva España.

--Gracias alteza –responde don Antonio.

El joven se reintegra a la comitiva y encaminan sus pasos tras el cortejo fúnebre.  El chipi chipi de la tarde empieza a caer sobre la Ciudad de Méjico.

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