Friday, June 10, 2011

LXIV. Los Hermanos del Moro

Donde Doña Catalina le rinde cuentas a Belcebu


--¿Y bien? –pregunto Fernando de Santa Cruz.

Su hermano mayor, Alvaro, entrego a un paje su capa flecada de copos de nieve.  Afuera de la casona de Sevilla arreciaba una tormenta invernal inusual.  Alvaro se dirigió a una gran chimenea donde un tronco gigantesco ardia.

--¿Todavia esta viva mamá? –fue la contestación de Alvaro.

--Apenas.  Pero, me teneis en ascuas.  ¿Qué arreglasteis?

--El Andaluz acepto el encargo –dijo con voz queda Alvaro--.  Nos va a costar un ojo de la cara pero creo que vale la pena.  Si Pedro vive puede soltar la sopa acerca de nuestro linaje.

Alvaro contemplo la lujosa sala de la casona de la familia Santa Cruz. 

--No me apetecería perder todo esto –continuo Alvaro--, o peor, acabar en la pira o sirviendo a nuestro amadísimo rey remando en las galeras.

--Tampoco a mi –admitio Fernando palideciendo al imaginarse estar remando encadenado en una galera.

El tercer hermano, don Luis, se presento.

--Hermanos, nuestra madre nos llama.  Creo que es hora.

Los tres hermanos entraron a la alcoba de doña Catalina.  La mujer estaba a punto de morir.  Una sirvienta y un cura se encontraban junto a ella.

--Dejadnos solos –ordeno Alvaro.

Los tres hermanos se congregaron alrededor del lecho.  Doña Catalina abrió los ojos.

--Madre –le dijo quedamente Alvaro--, ya me arregle con un matarife que llaman el Andaluz.  Tiene muchos hombres a su mando.  Estad tranquila.  En cuanto el moro entre a Sevilla el Andaluz y sus hombres se encargaran de él.

La mujer no dijo nada pero un brillo de furia ilumino sus ojos al oir mencionar al moro.  Luego pareció como si la luz de estos se fuera desvaneciendo poco a poco.  Alvaro le cerro los ojos.  Los tres hermanos se persignaron. 

Luis, el menor, dejo escapar un sollozo.

--¿Tenemos que usar al Andaluz? –pregunto don Fernando, el cual estaba mas preocupado por el moro que por perder a su madre.

-- Todo parece indicar que nuestro queridísimo hermano pasara por Sevilla –contesto Alvaro--.  Si tal hace, el Andaluz y su gente son nuestra mejor carta.  Conocen todos los callejones de la ciudad y no tienen empacho en derramar sangre a cambio de plata.

 --¿No hubiera sido mejor solicitar mas medios al conde? –insistio Fernando.

--No –dijo Alvaro--, acordaos que mi señor, el conde de Medinaceli, es el que verdaderamente gobierna España y tuvo por fuerza que aceptar el reto que Francia hizo en la proclama del gioco.  Afortunadamente por mi cercanía con el conde me entere del regreso de nuestro querido hermano y se me concedió el encargo de eliminarlo. 

-- Nuestro rey, que Dios guarde, es un idiota al que poco le importaría si un correo de Luis XIV se pasea por España –dijo Fernando.

--Cierto, pero Medinaceli  sabe que no le conviene a su gobierno que Luis XIV nos humille otra vez –explico Alvaro--.  Pero ya bastante de la plata del rey hemos gastado en buscar a nuestro hermano sin exito.  Si le pido mas medios a Medinaceli, me los negara y me llamara incompetente.  Y eso, Fernando, seria el principio de nuestro fin.

--Pero el caso es que Pedro sigue libre.  El desgraciado se nos ha hecho ojo de hormiga.  Se nos escapo igual hace años –recordo Fernando--.  Acordaos del maldito jesuita nos dejo malferidos a los tres.

Alvaro maldijo quedamente recordando como Aramis había facilitado la huida del moro en la tienda de Bellini.

--Ademas, me preocupa nuestra cercanía con Medinaceli –añadio Fernando.

--¿Por qué? –pregunto Alvaro.

--No es el primer ministro que cae –respondio Fernando--.  Acordaros de Nithard.  La reina aborrece a Medinaceli.

--No importa –respondio Alvaro--.  La reina tiene la desventaja de tener que cuidar a ese idiota, igual que Juana la Loca estaba atada el cadáver de su marido. 

Fernando sacudió la cabeza.

--Cierto, pero no me queda duda que la francesita esta es formidable.  Tiene la sangre de los Luises.  Fue la que convenció al rey que mandara investigar a la inquisición por el auto de fe de 1680. 

--¿Y que con ello?  --pregunto con escepticismo Alvaro--.  Los curas siguen haciendo chicharronizas y quemando infelices sin las suficientes pruebas.

--Si, pero no cualquiera se pone contra Roma como lo hizo la francesita –observo Fernando--.  No dudo que doña Maria Luisa desee asumir el gobierno en nombre de su marido.  Y ese seria el fin del conde y este nos arrastrara en su caída.  Ademas, ¿estais seguro que Medinaceli no sospecha nada sobre nuestro linaje?  Si caen en sus manos los papeles que porta Pedro de inmediato nos mandara a arrestar.

--Hermanos, ¡por favor! –interrumpio don Luis todo lloroso--.  ¡Acaba de morir nuestra madre y vos pareceis mas interesados en matar al moro que en ver por ella!

Fernando se encogió de hombros.  Era un hombre duro y suspicaz.  Ademas, pensaba que Belcebu ya había recibido cariñosamente a su madre.

--Medinaceli no tiene por qué sospechar –contesto Alvaro ignorando también a Luis--.  Siempre le hemos sido fiel y el conde nos ha recompensado por ello generosamente.  Ademas, la ascendencia y limpieza de sangre de nuestra familia esta plenamente documentada en los papeles que nuestro padre dejo.  Según estos somos cristianos viejos, descendientes de nobles visigodos.  Buen dinero pagaron nuestros abuelos por hilvanar esas fabulas.  No os preocupéis, hermanos.  El Andaluz se encargara del moro y el secreto que porta nunca saldrá a la luz.

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