Coyoacan – 1682
Donde el sosteniente Torres se ensucia sus calzones…
El miedo no anda en burros, mi sosteniente Torres. Vos aguardabais pacientemente entre los ahuehuetes enfrente de la casona del conde de la legión cuando oísteis a un fulano, en obvio estado etílico, caminar trastabillando a lo largo de la calzada.
--¡Vieja desgraciada, jic! ¡Traicionera! ¡Te voy, ¡jic!, a partir la madre nomas que llegue!
--Es un pinche borracho –murmurasteis.
Pero la sangre se os congelo y los pelos se os erizaron cuando visteis a dos ojos, brillando como ascuas, que observaban al borrachín desde el otro lado del camino.
Fue cuestión de segundos. La criatura emergió de entre las sombras. Era un perro inmenso que se abalanzó sobre el borrachín. Este apenas pudo dar un grito que fue cortado cuando las fauces del animal se cerraron en su garganta. Y todo eso vos visteis, sosteniente Torres, mientras os ensuciabais vuestros calzones.
La creatura jalo el cuerpo y luego se detuvo. Para vuestro horror se volteo y parecía como si sus ojos os taladraran el alma, sosteniente Torres. Perdisteis todo control Dando alaridos agarrasteis corriendo por la tétrica calzada y os parecía sentir ya las fauces de la criatura cerrarse en vuestra garganta.
Pero por alguna razón el animal no os ataco. Tal vez tenía suficiente carne ya con el borrachito. El caso es que lograsteis llegar, sosteniente Torres, en una pieza hasta Coyoacan y os encerrasteis a piedra y lodo en el cuartucho que habíais rentado en el mesón.
Al dia siguiente os atrevisteis a salir, muy temprano, mi sosteniente Torres, pues tenias la muy apremiante necesidad de ir a misa. Caminabais rumbo a la iglesia cuando visteis a un jinete aproximarse y dirigirse hacia el camino que llevaba a la Ciudad de Méjico. El jinete iba vestido elegantemente de gentilhombre y portaba una toledana al cinto. Reconocisteis al conde de la legión y, como era costumbre en esos tiempos, os descubristeis a su paso. El hombre ni os vio. Pero lo que más os perturbo es que siguiendo a su caballo iba un gran perro negro, similar al que habíais visto la noche anterior. Este animal os gruño quedamente al pasar.
Huelga decir que los siguientes días que quedaban de vuestra encomienda los pasasteis, sosteniente Torres, todos en Coyoacan, sin atrever aproximaros a la casa del conde y asistiendo puntualmente a misa y al rosario todos los días.
El susto os hizo emborrachaos a diario. Pero os embrutecíais con todo cuidado, sosteniente Torres. Os asegurabas de solo tomar en la pulquería al lado del mesón. Y ya borracho os dirigíais directo a vuestro cuarto, no fuera que fuerais a extraviar el camino y pasar frente a la casa del conde.
Pero ahora os encontrabais otra vez, sosteniente Torres, en la Ciudad de Méjico, específicamente aguardando audiencia con vuestro patrón, el Inquisidor Montoya.
--Y bien, ¿Cómo os fue mi sosteniente? –pregunto Montoya.
El Osito y el Faisán estaban a tu lado y tenían sus manos sobre vuestros hombros.
--Jijos, patrón, no hay nada que reportar sobre ese conde de la legión. Es muy respetado en el pueblo. Nadie tenía queja de él. No encontré nada que indique herejía.
--¡Por supuesto que no, imbécil! El señor conde de la legión es un caballero respetabilísimo. Acabo de estar en junta con él y el arzobispo. El conde es muy sagaz y de inmediato apoyo la propuesta que le hice al señor arzobispo. ¿Cómo carajos os atrevisteis a ir a investigarlo? Que no se hable más de esto, ¿entiende Torres? ¡Ni una palabra, carajos!
Torres casi se meaba. El mismo Montoya lo había mandado a espiar al conde y ahora lo regañaba por ello. El Osito le hizo una seña discreta a Torres que no protestara.
--Por supuesto patrón –contesto Torres con voz trémula.
--Ahora, escuchen bien, estas órdenes las avala el arzobispo. No quiero ninguna discusión. Voy a anunciar un gran auto de fe. ¿Sabéis lo que es eso?
--Esa es una chicharroniza, ¿verdad patrón? –inquirió el Faisán.
--En efecto –confirmo Montoya.
--¿A quién vamos a tatemar? Solo hay tres sospechosos en los sótanos ahora –indico el Osito.
--Precisamente, escuchad bien, empiecen a arrestar a cuantos puedan. Si hay denuncia, tráiganlo. Si ha estado aquí antes, tráiganlo. Si se estornuda en misa, tráiganlo. Quiero tener por lo menos unos mil prisioneros para quemar unos cien el primer día.
--¿Ansina nomas sin viriguación patrón? –se atrevió a preguntar el Osito.
--Ya oísteis al patrón, pendejo –se interpuso el Faisán--. Vamos jalando cabrones y luego viriguamos.
--Usted, Torres, ¿Cuántos hombres tenéis? –pregunto Montoya.
--Tengo cincuenta hombres patrón. Diez siempre están asignados a la casa de vuecencia. Diez andan investigando encubiertos o haciendo arrestos. Por lo general siempre tengo diez muchachos aquí vigilando. El resto anda franco o están enfermos.
--Son demasiado pocos –observo Montoya--. Doblad el número de vuestros efectivos. No os preocupéis por la plata. El arzobispado proveerá.
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