Donde los adversarios se contemplan desde la distancia…
Ciudad de Méjico – 1682
Tomás Antonio Manuel Lorenzo de la Cerda y Aragón, tercer marqués de la Laguna de Camero Viejo, Grande de España, caballero de la orden de Alcántara, comendador de la Moraleja, maestre de campo del Tercio Provincial de las Milicias de Sevilla, ministro del Consejo y Cámara de Indias, capitán general de mar Océano, del Ejército y Costas de Andalucía, Virrey de Galicia, Virrey gobernador y capitán general de Nueva España y presidente de su Real Audiencia, oía atentamente el reporte de don Carlos de Sigüenza y Góngora, catedrático de la Universidad Pontificia de la Muy Real y Señorial Ciudad de Méjico.
--¿Todo el valle de Puebla?
--En efecto, su alteza –contesto don Carlos--. No hay una mazorca de maíz que quede en pie. Los indios están bajando de la sierra por pura hambre.
--Santo Dios –dijo quedamente el virrey.
El virrey observo la gran plaza que se divisaba a través de la ventana de su despacho. Si faltaba el maíz habría hambruna. ¿Qué tanto tiempo antes de que se presentara ante el palacio una turba hambrienta?
--Estamos vigilando muy de cerca las milpas en el valle de Méjico –continuo don Carlos--. Hasta ahora no hay indicación de la plaga en estas.
Varios secretarios tomaban fielmente el reporte de don Carlos. A la junta asistían todos los oidores de la Real Audiencia, el comandante de la guarnición de la Ciudad de Méjico, el Capitán don Anselmo Bustos, y el arzobispo don Francisco de Aguiar.
--Don Anselmo –indico el virrey--. No dudo que pronto habrá disturbios. Me temo que tarde o temprano necesitare de sus servicios.
--Alteza, cuando vuecencia lo ordene –contesto el viejo soldado de los tercios haciendo una reverencia.
--¿Con cuántos hombres cuenta don Anselmo?
--Alteza, me temo que no mas de 300, entre infantes, alabarderos, y jinetes.
Apenas un par de años antes el virrey había tenido que formar un ejército que se encamino a Nuevo México a combatir una sublevación de los indígenas del lugar que habían prácticamente erradicado el gobierno de España en esos lares. Esto había diezmado la guarnición española de la ciudad. Para complementarlo, España había reclutado indígenas que acompañaron al ejército en calidad de tropas auxiliares.
--¿Podemos reclutar más gente entre los naturales? –pregunto el virrey.
El oidor Ceballos, criollo, y primus inter pares de la Real Audiencia, se paro frente al virrey e hizo una reverencia.
--Su alteza, creo que podemos contar con 1000 hombres más suministrados por los príncipes aliados a España y gobernadores de Republicas de Indios. Sin embargo…
El virrey alzo una mano.
--Si, su lealtad podría ponerse a prueba. Lo entiendo. ¿Qué del rumor este del llamado Rey Coyote?
El arzobispo se paro.
--Alteza, tenemos indicación que si existe. Si los mejicanos se alzan lo más probable será que este los acaudille.
--En efecto –admitió Ceballos--. Toda sublevación necesita un líder y ese bien puede ser ese rey coyote.
--¿Y qué está esperando el Santo Oficio para arrestarlo? –inquirió el virrey con algo de exasperación.
--El Inquisidor don Antonio de Montoya está haciendo arrestos –aclaro el arzobispo--. Tenemos planeado hacer un auto de fe para que los mejicanos se enseñen a respetar a España.
El virrey contemplo al arzobispo con ojos entrecerrados.
--¿Dice su ilustrísima un auto de fe?
--Si, alteza, este mismo domingo.
--¿Vais a quemar indios?
El arzobispo se encogió de hombros.
--Estamos sometiendo a tortura a los que hemos arrestado. No dudo que Montoya pronto localizara el paradero de este rey coyote y de sus acólitos, unos brujos que se llaman la Hermandad Blanca.
Los ojos de virrey brillaron. Se vio que había cambiado de color y ahora estaba muy colorado.
--¿Quién fue el grandísimo imbécil al que se le ocurrió semejante propuesta?
Los miembros de la audiencia intercambiaron miradas nerviosas.
Aguiar apenas se sostenía en pie. Sentía tremenda presión en la vejiga y sus uñas le empezaron a torturar con gran fiereza.
--Me temo que don Antonio a veces peca de exceso de celo, alteza…
--¡Exceso de celo! ¡Voto a Belcebú! ¿Qué no ve el hombre que estamos sobre un polvorín? ¿Y la solución que propone es quemar indios?
--Si su alteza lo considera conveniente, pospondremos el auto de fe.
--¡Carajos si!
--Con su venia, alteza –dijo un gentilhombre.
--Hablad señor conde –contesto el virrey reconociendo al conde de la legión.
--El problema inmediato no es si van a haber disturbios o no. Eso delo por hecho, alteza. En tal caso si hay quema de indios o no poco cambiara este hecho.
--Pero puede apresurar la sublevacion –indico el virrey.
--Definitivamente, de ahí que lo prudente seria posponedlo como ha sugerido su alteza. Lo que se ganara entonces será tiempo.
--¿Y de que nos vale tal?
--Alteza, tal vez lo suficiente para que don Anselmo Bustos y sus hombres empiecen a formar tercios con los mancebos criollos y españoles de esta ciudad. Por lo menos asegurara la plaza.
--¿Qué pensáis don Anselmo?
--Alteza, en este palacio tenemos lanzas, arcabuces, pólvora y otros menesteres de guerra. Lo que dice el señor conde es correcto. Podríamos por lo menos doblar nuestro número.
--Bien –decidió el virrey--, hágase tal. Secretario, tome nota. También escribid una carta a los gobernadores de las provincias de occidente y del norte para que manden maíz a esta ciudad de inmediato. Don Carlos, la plaga esta solo asola el valle de Puebla, ¿verdad?
--Hasta ahora si, alteza.
--Don Carlos, adjunte vuecencia una descripción de esta plaga a la carta que irá a los gobernadores. Secretario, apuntad que si detectan esta plaga…¿cómo se llama esta don Carlos?
--Los naturales le llaman el chahuistle, alteza.
--Si, si detectan este chahuistle que nos lo hagan saber de inmediato. Y por lo que toca a su Ilustrísima…
--Ordene alteza –contesto el arzobispo.
--Os prohíbo que hagáis hecatombe quemando indios, por ahora. Sacad a pasear algún santo acorde, decid misas, etcétera, etcétera. A falta de pan dadles circo a los mejicanos, ¿entendéis? Es todo.
Los funcionarios hicieron una reverencia y salieron.
--Quedaos, señor conde –indico el virrey.
El conde hizo una reverencia.
El virrey se planto ante el gran ventanal de su oficina. La plaza parecía una romeria.
--¿Por qué hay tanta gente ahí?
--Es día de mercado, alteza. Además, si veis muchos se encaminan a la plaza de Santo Domingo.
--¿Qué con ello?
--Son familiares de los que ha levantado el Santo Oficio.
--Esos imbéciles nos perderán.
--Peor, imaginaros, alteza –dijo el conde con algo de ironía--, ahí en esa plaza tal vez este el mismo rey coyote, viéndonos, esperando el momento justo para asestarle un golpe a España.
El virrey vio con recelo a la multitud de la plaza.
--¿Tal pensáis?
--Ciertamente, alteza. Cuentan las crónicas –el conde mintió pues había sido testigo de los hechos—de que Bruto y sus co-conspiradores solían juntarse en el foro de Roma observando las idas y venidas de Cesar al senado, esperando el momento justo para actuar.
--Poco sosiego me dan vuestras palabras, señor conde. ¿Tendré acaso que gobernar escoltado siempre por alabarderos, espantándome de cualquier indígena que ose aproximarse, viviendo prisionero en mi palacio?
--Por otra parte, alteza, las lluvias pronto cesaran. Si tal ocurre esto frenara el progreso de la plaga.
--Quiéralo Dios así –murmuro el virrey.
En medio de la plaza tres indígenas vestidos de arrieros contemplaban el palacio.
--¿Ese es el virrey? –pregunto Lorenzo.
Don Raúl agudizo su vista.
--Tal creo.
--¿Cuál de los dos es?
--El virrey es el de la izquierda, el de mediana edad. El otro tiene más pinta de guerrero que de virrey. Mirad como se planta.
--En efecto, se ve de cuidado el amigo –Lorenzo, por la distancia, no reconoció al conde de la legión, pero instintivamente le temia.
--Alteza –dijo el príncipe Itzcoatl, también conocido como Guadalupe--, tal parece que están doblando la guardia del palacio.
En efecto, don Anselmo dictaba órdenes a la guarnicion. La guardia en la puerta del palacio virreinal se había doblado.
Lorenzo contemplaba con cuidado el palacio. Las murallas eran gruesas.
--Tendríamos que tomar esa puerta antes de que la cierren. Una vez que tal hagan no tendríamos los medios de entrar.
--Observad las espingardas en las almenas, Alteza. Pueden barrer la plaza.
--¿Cuántos españoles creéis que estén ahí?
--Yo diría unos cien. Alteza, no tenemos los hombres para intentar un alzamiento.
--Aparentemente la gachupinada no lo cree así –sonrió Lorenzo.
--¿Y que de estas gentes? –pregunto Guadalupe--. Hay cientos de ellos y muy pocos españoles.
--Miradlos, príncipe –dijo don Raul con algo de amargura--, pocos creo que tendrían los huevos. Han estado sometidos por generaciones. Y por un pedazo de pan no dudo que gritaran ¡Viva España! y derramaran la sangre de sus hermanos.
Las campanas de catedral empezaron a doblar.
--¡Y esa es la peor enemiga de Méjico! –juró Lorenzo--. Cría cuilones y poltrones.
--¡Pero la hambruna amenaza! –insistió Guadalupe--. ¡No puede ser que estas gentes sean tan tibios que dejarían que sus hijos se mueran de hambre sin protestar!
Don Raúl sacudió la cabeza.
--Mi señor Itzcoatl –dijo don Raul--, vos habéis crecido como hombre libre. Sois un caballero águila. Tenéis patria, si, aun si es tan solo la cima de un cerro frio. Conocéis a vuestros ancestros y sus glorias. Sois por lo tanto un hombre de valía. Estos cuilones no son tal. No conocen su historia. Son esclavos. Y los esclavos no tienen patria, tienen amo.
--Olvidad la idea de un alzamiento, señores. Si la oportunidad se presenta la tomaremos –concluyo Lorenzo--, pero dudo que tal ocurra. Nuestra obligación es clara, hacerles llegar el toltecayototl a los mexicanos para que la profecía se cumpla, aun si esto toma 400 años más.
--Alteza, ¿pero que si esos mejicanos futuros resultan ser igual de tibios y cobardes?
--Ojala que para entonces ya tengan huevos –dijo don Raúl.
--Quiéralo Dios así –murmuro el rey.
No comments:
Post a Comment