Donde el sosteniente recibe una nueva misión.
Cd. de Mejico – 1682
Esa mañana, mi “sosteniente” PGR (Por Gracia del Rey) Hipólito Torres, la Poncianita os lleno el buche con un excelente desayuno y os hizo un buen itacate y montado en vuestra mula os dirigiste a cumplir la misión que os había encargado el inquisidor mayor.
Os sentíais muy contento. La Poncianita había resultado ser una excelente esposa, limpia, hacendosa, y fiel. Valió la pena, pensasteis, haber despachado a Domínguez por ella.
Vuestra conciencia no os preocupaba por el crimen que habíais hecho contra Domínguez y tantos mas. Los que trabajan en el santo oficio pronto se deshacen de la conciencia, ese inútil bagaje que atormenta a los hombres comunes y corrientes. Vos erais, después de todo, el defensor de la santa religión en tierra de indios. Estabais por arriba entonces del vulgo, la naquiza, como despectivamente la llamabas.
Y vos, mi “sosteniente” Torres, palpasteis en vuestra bolsa el escudo o “charola” que os acreditaba como representante del santo oficio y como “sosteniente” PGR (Por Gracia del Rey). Mostrando la charola, bien sabíais, ningún cantinero os osaría cobrar por las jícaras de tlachique y ningún bravucón de pulquería se atrevería a retaros. El miedo no anda en burros.
Tomasteis el camino al sur, mi “sosteniente”, rumbo al pueblo de Coyoacán. Vuestro patrón, el gachupin Montoya, os había finalmente quitado de andar haciéndoos pendejo vigilando la yerberia. Habíais estado ahí por semanas y, francamente, no había mucho que informar. ¿Qué carajos se podría “viriguar” sobre ese lugar? Era un encargo rete pendejo. Pero vos no ibais decirle tal cosa a vuestro patrón, ¿verdad?
El caso es que el día de ayer, mi “sosteniente”, el patrón os llamo a su oficina. El Osito y el Faisán ahí estaban y os sonreían como dos tiburones que se han enterado de un naufragio. Casi os cagasteis de miedo pero afortunadamente Montoya no os hizo poner en el potro.
--“Sosteniente” Montoya, ¿conocéis al que llaman conde de la legión?
--Lo he visto de lejos, patrón. Es muy amigote del virrey, tengo entendido. Y antes visitaba mucho al arzobispo, creo que hasta compadres eran.
Montoya examino un expediente, como verificando lo que le acababas de decir, “sosteniente” Torres.
--Si, el fulano tiene lo que ustedes aquí llaman “palancas”. De ahí que si os ordeno que lo vigiléis lo tendréis que hacer con toda discreción. ¿Cuento con esta?
--¡Por supuesto patrón!
--Bien, idos a Coyoacán. Tengo entendido que ahí vive ese fulano. Vigilad su casa. Decidme quien entra y sale. Si veis al conde salir, seguidlo. Haced esto por una semana y luego regresad e informarme de todo, ¿entendéis? Tened esta bolsa, cubrirá vuestros viáticos y pagara vuestra estancia en un mesón.
Por supuesto, “sosteniente” Torres, que vos no tenias ni idea de lo que aconteció en Coyoacán en el fatídico año de 1521 cuando cayó México-Tenochtitlán. Fue entonces se presento en Coyoacan un fulano que se hacía llamar el de la legión. Venia acompañado de una escolta de cincuenta tlaxcaltecas y una gran perra negra. El conde fue recibido por el cacique del lugar.
--Escuchad, señor cacique –le explico el conde al cabecilla hablándole en mexicano--. De ahora en adelante seréis conocido como “alcalde” de este pueblo. El capitán Cortez, que acaba de tomar México-Tenochtitlán, me ha nombrado encomendero de estas tierras.
--¿Le debemos entonces obediencia a vuecencia?
--Si, así es. El señor de Huitzilopochco, vuestro antiguo gobernante, ha muerto y sus hijos son nuestros prisioneros. Sin embargo, sabed que no me interesa azotarlos y hacer hecatombes con vuestros vecinos. Dad las gracias a vuestra deidad que yo soy el designado y no don Pedro de Alvarado que es un verdadero energúmeno y sádico. Os advierto que pronto se apersonaran aquí los curas y os harán quitar vuestros dioses. No protestéis. Si México-Tenochtitlán cayó no creo que Coyoacán duraría mucho y la mortandad sería horrible. Francamente estoy hastiado de tanta sangre. Si os sometéis a la nueva religión sin protestar yo os podre proteger de la voracidad de los de Castilla y hasta de los mismos curas.
Los ancianos debatieron brevemente y llegaron a la conclusión que valía la pena ponerse bajo el mando y protección del conde.
--¿Qué mas deseáis de nosotros entonces, señor conde?
--Tan solo pido que me ayudéis a construir una casa solariega en algún lugar apropiado a las afueras de este pueblo. Soy una persona que aprecia su soledad, ¿entendéis? Los asuntos de gobernar esta ínsula os lo delego a vos y a los ancianos. Tan solo os pediré que me proporcionéis un par de criados callados y obedientes y una mujer para cocinarme.
--¿Necesita un esposa vuecencia? –pregunto el cacique, pensando tal vez en casarlo con una de sus hijas.
--He tenido muchas, no, no os preocupéis por eso –contestó el conde mientras acariciaba a su perra.
Y así fue como el conde superviso la construcción de una casona magnifica que adorno con su escudo de armas, una especie de dragón alado. Y por lo que toca a los pobladores de Coyoacán, estos se congratularon siempre de estar bajo la protección de este conde, el cual todos concluían era en verdad un caballero, no como los otros españoles. Y el alcalde y los ancianos, como buenos políticos, no tuvieron problemas en adaptarse a los nuevos tiempos. Después de todo siguieron teniendo control del presupuesto municipal. Y si, los viejos dioses desaparecieron (aunque sus ídolos todavía recibían ofrendas en una cueva en el mal país cercano) y los curas predicaron el evangelio en las iglesias que se levantaron sobre los teocallis. Y al conde rara vez se le veía en público, excepto en las raras ocasiones en que cabalgaba rumbo a la ciudad de México y siempre iba acompañado por su perra negra.
Solo en una ocasión tuvieron los ancianos que pedir la protección del conde. Un par de años después de la caída de México-Tenochtitlán se presento en Coyoacán un nuevo cura, don Romeo Caballero, el cual si era lo primero y ciertamente que no lo segundo.
--¿Qué os pasa señores? ¿A cuenta de que venís a visitarme? –les pregunto el conde al alcalde y a los ancianos de Coyoacán.
--Señor conde, el nuevo cura, don Romeo Caballero, reclama el derecho de pernada. Insiste en que le entreguemos a nuestras hijas para desflorarlas.
--¿Derecho de pernada? Vamos, ni yo he hecho tal demanda. ¡Eso es una infamia! No os preocupéis de este cura, señores. Idos tranquilos. Nadie molestara a vuestras familias.
Esa noche, como a la medianoche, los vecinos de Coyoacán oyeron un tremendo alarido que venía de la casa del cura. Los vecinos portaron antorchas y se presentaron ahí. El espectáculo era horrible. El cura don Romeo Caballero se presento desnudo ante ellos. Su cabello había encanecido de súbito. Sus ojos estaban desorbitados. Su boca rebosaba de espuma. El infeliz estaba completamente loco. Y así fue como lo vieron los vecinos huir aullando como alma en pena rumbo a la ciudad de México o tal vez en dirección a Veracruz para reembarcarse a su terruño.
Los años pasaron. Las lluvias iban y venían. El escudo de armas del dragón se fue erosionando con la lluvia. El marqués del valle, Cortez, murió. El lago se fue secando poco a poco. Los sirvientes del conde fueron heredando su puesto a sus hijos y estos a sus hijos. Los ahuehuetes crecieron, magníficos e inmensos, alrededor de la casa solariega adornada con las armas del dragón. Poco a poco los habitantes de Coyoacán se olvidaron del conde de la legion. Y el conde…el conde siguió igual.
Y vos, “sosteniente” Torres, eventualmente os apersonasteis en Coyoacán. Y cruzasteis el mal país sin percataros de las cuevas donde se guarecían los idolillos de Huichilobos, y cabalgasteis frente a la casa que os dijeron era del conde, bajo una lúgubre calzada ensombrecida por unos gigantescos ahuehuetes.
Luego, “sosteniente” Torres os dirigisteis rumbo al pueblo de Coyoacán y rentasteis un cuarto en un mesón de ahí y empezasteis a preguntar sobre el conde.
--Tengo entendido que es buen jinete –os explico el talabartero del lugar--. Me ha comisionado fustes, sillas, y botas de montar. Pero rara vez lo veo.
--¿El conde? –Pregunto el cura del pueblo--. Rara vez he visto a su señoría y nunca en misa. Me han contado que solo asiste a la catedral de México durante semana santa. ¿Por qué preguntáis sobre él?
Por toda respuesta enseñasteis tu charola que os acreditaba como miembro de la policía del santo oficio y el cura no dijo más.
--Su señoría paga siempre a tiempo sus contribuciones –explico el tesorero municipal--. ¿Quién sois y por qué preguntáis sobre él?
Adivinasteis que al fulano le importaría un bledo si fuerais el mismo papa y decidisteis mentirle, mi sosteniente.
--Es que quisiera emplearme con él y quería saber qué clase de patrón es.
--Dudo que os tome, caballero. El ha tenido siempre por criados a los Zúñiga. Varias generaciones de estos han trabajado en esa casa.
--Ah, ¿queréis decir de que los ancestros del conde los han empleado? ¿Está casado el conde o tiene hijos?
--Eso mejor pregúnteselo al señor conde, caballero.
Y al anochecer os dispusisteis a ir a vigilar la casona con el escudo de un dragón, “sosteniente” Torres. Sin embargo, tuvisteis tal premonición que por un momento pensasteis seriamente en ir a la iglesia a tomar la comunión.
--Me he de estar poniendo viejo –os dijisteis “sosteniente” Torres. Pero por si las moscas os llevasteis una pistola y vuestra espada.
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