Del libro de Pedro de Santa Cruz, donde se relata como el moro le explica a Sancho Panza las precauciones del caso cuando se le hace el amor a una sirena.
En verdad no podía tener queja de Sancho. En cuanto llegábamos al lugar donde íbamos a pernoctar, sea este una venta o en despoblado, él se avocaba por ver por el bienestar de nuestras montas, dándoles su pienso y aguándolas. Conocía el fulano el camino y tenía un fino instinto. Por lo menos esa fue mi primera impresión.
--Cuidaos su señoría que creo que vide entre los ociosos al tal Gines –observo Sancho cuando íbamos pasando por la plaza de un pueblo polvoso.
--¿Y ese quién es? –le pregunte.
--No es persona de bien, os lo aseguro.
Vide a los ociosos que nos observaban. Todos parecían prófugos de las galeras. Debo apuntar que no podíamos dejar de llamar la atención. Sancho y yo íbamos montados en buenos caballos. Llevábamos una remonta y una mula cargaba nuestra impedimenta. Viajaba, en suma, como un gran señor con la plata que me había dado Luis XIV. Había llegado a la conclusión que la remonta era un mal necesario. Con ella podría apresurar el paso y evadir a cualquier perseguidor.
Espoleamos los caballos y salimos del pueblo. Nos detuvimos en lo alto de una colina a escudriñar si nos seguían. No vi al tal Gines o siquiera un jinete. La resolana era intensa. Creí divisar algo.
--Sancho, ¿veis una figura que viene por el camino con un trote peculiar?
Sancho diviso haciéndose sombra con una mano.
--Creo que así es, su señoría. Es un hombre. Viene solo.
Maldije no tener mi catalejo de marino.
--¡Apresurad el paso Sancho!
--¿Es un enemigo de vuestra merced?
--¡No discutáis! ¡Espolead los caballos!
Y es que creí haber reconocido al hombrecillo con aspecto de tártaro que estaba al servicio de milady.
Seguimos nuestro paso por un buen trecho. Cambiamos de caballo. Era mediodía cuando nos volvimos a detener en otra colina.
Volví a observar el camino. Creía ver al hombrecillo a lo lejos aunque no estaba seguro. Tal cosa hubiera sido algo inaudito. Mantener tal trote no era de humanos.
--¿Veis al fulano que nos seguía, Sancho?
Sancho arrugaba la frente y escudriñaba.
--No estoy seguro su merced. Hay muchos espejismos por el calor.
--¿Hay alguna venta adelante donde podamos cambiar los caballos?
--Me temo que no, su señoría. Estamos a un día de camino de Córdoba. De aquí hasta allá es puro despoblado.
Desmontamos y guiamos nuestros animales. No quería reventarlos.
--¿Sabéis usar esto? –le pregunte a Sancho ofreciéndole un alfanje.
--He matado marranos, señor almirante.
Medite sobre su respuesta. Bien le podría explicar sobre todos los finos detalles sobre el arte de la esgrima que me habían tratado de enseñar los mosqueteros. Pero decidí que sería inútil.
--Básicamente, Sancho, todo el arte de la esgrima es igual a matar un marrano. La diferencia, sin embargo, es que el marrano porta un arma y os quera despanzurrar primero.
--Su señoría, con todo respeto, pero, ¿Por qué estamos huyendo de ese fulano? Es solo un hombre. Nosotros somos dos.
--Es el que llaman “el Mejicano”. Es sicario al servicio de mis enemigos y me han advertido que es peligrosísimo. Prefiero evadirlo.
--¿El Mejicano? ¿Y nos dirigimos a su tierra natal? Perdone la impertinencia su merced, ¿vuecencia conoce esa tierra? ¿Está llena de gente así de peligrosa?
Había llegado a la conclusión que no quería dispensar con los servicios de Sancho así que decidí alimentar su imaginación.
--He ido a indias pero no he visitado la Nueva España que es uno de los tantos reinos que ahí se encuentran. De esta Nueva España se solo lo que cuentan las crónicas. Y si, hay fieros guerreros ahí. Pero, os insisto, si queréis haceros de un reino y tener un harem de indias desnudas solo lo podéis encontrar ahí.
--¿En verdad andan desnudas las indígenas su señoría?
--La mayor parte de ellas sí. Me cuentan que hay indígenas que van de la cuna a la tumba vestidas cual nuestra madre Eva, si acaso portando tan solo unas plumas y pintura corporal.
Los ojos de Sancho brillaron.
--Perdone, su señoría, pero ¿estás nativas son de buen ver o rollizas?
--Hay de todos tamaños pues la fauna femenina en las Indias es de gran variedad. Me cuentan que en las montañas de la Nueva España, donde es mas frio, se prefieren las gordas pues calientan mejor una cama. Se reputa que el tal Motecuzoma dormía bajo una docena de gordas.
El hombre se entusiasmo, tal vez por tener preferencia por las gordas, cosa muy generalizada en España donde los inviernos son crudos. Me temo, que yo le di cuerda hilando historias cual mas fantásticas sobre las Indias. Saque del baúl de los recuerdos todas las charlatanerías que me habían contado en mis travesías.
--Pero si, en las Indias conocí verdaderas bellezas, muy esbeltas y garbosas. Me acuerdo que en Maracaibo ellas mostraban sus desnudeces y cuerpos bronceados sin recato alguno. Ah, y no son bigotonas como nuestras españolas. Tienen además muy arraigada la costumbre de bañarse muy seguido, a veces a diario, y por tal razón no huelen a borrico como las europeas.
--¿Cómo? ¿Se bañan a diario?
--En la indias, Sancho, abundan arroyos cristalinos donde los nativos acostumbran darse sus chapuzones. De ahí que las indígenas prefieran andar desnudas pues así se pueden echar un clavado en estos arroyos sin tener que despojarse de ningún ropaje.
--¡Vive Dios que me muero por llegar, su señoría!
--Sin embargo entended, Sancho, que, si en el trayecto, que es muy largo y tedioso a bordo de los buques que bregan esos mares, deseáis desahogaros podéis apelar bien a vuestra mano, a un grumete acomodaticio o a una esposa de mar.
--¿Dice vuecencia una sirena?
--Si, tales hay. Repito, los marinos las llamamos esposas de mar.
--Ah muy bien. Sepa su señoría que no, no soy dado a vicios contra natura y dudo que me apetezca utilizar un grumete. He oído contar que esas costumbres son muy populares en Levante y entre la nobleza de los ingleses.
--De los herejes ingleses se puede esperar cualquier cosa, Sancho. Y tenéis razón cuando habláis de Levante, tierra que yo he asolado con las depredaciones de mis galeras. Por ejemplo, esos vicios contra natura son muy buscados en las Grecias. Incluso, según me acuerdo de lo que aprendí en la infancia, los griegos inventaron la llamada filosofía que consiste en una serie de diálogos muy doctos sobre la belleza de los efebos que siempre acaban cuando un protagonista bebe cicuta porque fue rechazado por su Antínoo. Por ello es que los doctores de Salamanca, los cuales también son parciales a esos vicios, los consideran los padres de la civilización occidental. Pero eso no viene al caso pues si no hay grumete o no le apetecen tales servicios el marino siempre puede recurrir a las sirenas, algunas de las cuales son tan bellas como la misma Venus. Sin embargo, los marinos deben de cuidarse de ellas.
--¿Por qué?
--Imaginaros la cantidad de hombres, puros marinos, la escoria de los siete mares, con que ellas se aparean. Aseguraros que no tengan chancros en la aleta. Eso de inmediato las delata si están enfermas.
--¿Las debe uno revisar entonces en la parte frontal o trasera de la aleta?
--En la parte trasera, Sancho, obviamente. También observadles bien las agallas, que se vean sanas y no estén sanguinolentas. Pero eso no es todo. Sabed que las sirenas no toman oro o plata por pago a cambio de entregarse a un hombre. Después de todo, su soberano, Neptuno, es dueño de inmensos tesoros que han naufragado y caído a los abismos. No, ellas suelen exigir el pago con clavos y velamen. ¡Válgame Dios! He visto buques que muy a duras penas llegaban sin desfondarse a Cartagena de Indias pues los marinos, enloquecidos de lujuria por la belleza de las sirenas, habían arrancado la mayoría de los clavos que mantenían junta la nave. Otras naves han quedado varadas en medio del océano por haber sus tripulantes pagándoles a estas sirenas con el velamen. Y si tenéis curiosidad si estas criaturas son mujeres en todo el sentido de la palabra, sabed que si, tienen todos los atributos necesarios. Sin embargo, como San Pablo, tendréis que hacer a un lado las escamas para contemplar la tierra prometida.
Me asombro en realidad la extrema credulidad de mi criado, el cual tomaba como verdad absoluta todo lo que afirmaba. Si le hubiera dicho que habían gigantes y princesas encantadas en las Indias seguro que me hubiera creído.
En el curso de nuestras conversaciones descubrí, sin embargo, que Sancho tenia todos los prejuicios de mis compatriotas. Esto salió a la luz cuando me conto como se rehusó a ayudar a recuperar un tesoro a un vecino suyo que era morisco.
--¿Y rehusasteis ayudar al tal Ricote?
--Era un moro, mi señor.
--Había sido vuestro vecino. El oro ese que menciono lo había ganado honradamente, ¿no es asi?
El hombre se quedo pensando, rascándose la testa.
--Bueno, ahora que me lo recuerda su señoría, me sorprende que haya ganado tal oro. Le fiaba a todo mundo y muchos eran mala paga. Creo que yo le quede debiendo algún dinero.
--Pero no importaba esa deuda pues era solo un morisco, ¿verdad?
El hombre estaba confundido.
--Su señoría me ha dicho que los habéis combatido.
--¿A los moros? Cierto es, he mandado a los infiernos a cientos, si no miles, con mis galeras. Vive Dios que, si los vientos no me hubieran sido contrarios, bien hubiera podido navegar al frente de mi flota a través de los Dardanelos para jalarle las barbas al mismo Gran Turco allá en Constantinopla.
--Entonces su señoría sabe la clase de gente vil que es.
Mi sangre empezó a hervir y tuve ganas de darle un sopapo al infeliz. Pero me di cuenta que regañarlo no serviría para nada.
--Os aseguro que los moros son tan malos y tan buenos como cualquier otro hijo de mujer, Sancho. Su sangre, que he vertido en ríos lo admito, es tan roja como la nuestra.
--Tal vez así sea y ojala el buen Dios los perdone por vivir en el error.
Fue así como nos sorprendió la noche. No había visto ya mas evidencia del hombrecillo que nos seguía. Estábamos ya cerca de Córdoba pero, como había afirmado Sancho, la campiña estaba muy solitaria, triste. A lo lejos se distinguía una serie de colinas coronadas con ruinas.
--Pasemos la noche en esas ruinas, Sancho.
Sancho se persigno.
--Su señoría, se dice que ahí espantan. Es el antiguo palacio de un rey moro que tenia pacto con el diablo.
--¡Pamplinas! –dije espoleando a mi monta y encaminándome hacia el lugar. Me importaba un bledo si Sancho me seguía o no. Una extraña atracción me impulsaba hacia esas ruinas melancólicas.
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