Monday, June 13, 2011

LXI. El Renacimiento del Moro

LXI. El Renacimiento del Moro


Del Libro de Pedro de Santa Cruz

Sancho diezmo una conejera que encontramos entre las ruinas del palacete moro.

--Os hare un buen guiso para cenar, señor almirante –ofrecio Sancho.

--Me parece excelente –conteste--.  Os dejare trabajar.  Mientras inspeccionare este lugar.

--¿Teme su señoría que vuestros enemigos estén aquí también?

--Lo dudo.  Creo que estamos a buen recaudo.  Además, como decís, este lugar no lo frecuenta nadie por estar encantado.

--Tal afirman, su señoría. 

--Son cuentos de viejas ociosas creo yo. 

--Sin embargo, cuidaos de las víboras.  Abundan aquí, haciendo estragos entre los conejos, tal y como nosotros hemos hecho.

--Tal hare.  Avocaos al guiso Sancho y regresare en una hora.

Camine entre las ruinas con cierta precaución.  El palacio arruinado había coronado una gran colina y esta había sido convertida en una serie de terrazas en donde se encontraban las ruinas de diversas construcciones.  Definitivamente el lugar hubiera sido esplendoroso cuando estaba intacto.

Ante mi se encontraba un gran arco semiderruido.  Estaba adornado enteramente con caligrafía árabe.  Vacile por un momento en atravesarlo.  Algo me hizo contemplar con detalle las ruinas.

Los años de estar observando las estrellas para orientarme en la mar me habían enseñado a observar y reconocer patrones.  Esto a pesar de que nunca me entraron mucho los números.  Pero algo había en la construcción que atrajo mi ojo.

Levante una mano para confirmar lo que observaba.  En efecto,  había definitivamente una proporción constante entre la altura y ancho de un capitel y el que a su vez lo coronaba.  Y el patrón se repetía una y otra vez en lo que podía dilucidar de las ruinas. 

Era evidente, concluí, que toda la construcción había sido diseñada con reglas geométricas que privilegiaban las proporciones entre sus componentes.  De ahí que el ojo humano no pudiera sino evitar ser embelesado al contemplar la construcción, pues instintivamente y sin pensarlo el cerebro dilucidaba estos patrones.

La luna salió entre las nubes que la cubrían y su luz ilumino el arco.  Parecía una invitación a penetrar.  Tal hice.  Un viento frio se levanto entonces y me hizo temblar.  Oi el cantar de un búho.  Mi mano se fue instintivamente a mi toledana.

Cruce el arco.  Tras de este se abría un gran atrio o plazuela.  Las sombras blasfemaban de la luz de la luna y buscaban el cobijo de las esquinas mas recónditas. 

Ante mi se alzaban las ruinas de una gran construcción.  Tal era el brillo de la luz de la luna sobre estas ruinas que parecían hechas de plata. 

Me dirigí al complejo.   El viento volvió.  Oí su paso en el fragor de los pinos que habían surgido y enraizado de entre las ruinas.

--Si su señoría nos hace la venia os escoltaremos cual os merecéis –me dijo un anciano que pareció materializarse a mi lado.

Mi corazón dio un vuelco.  Instintivamente desenvaine mi espada y lo encare.

--¿Quién sois?

El hombre hizo una reverencia.  Dos gigantescos negros con el pecho desnudo y portando gigantescos turbantes y cimitarras estaban a su lado.

--Su servidor no tiene duda de quién es: Hassan Ibn Tarek, chambelán.  Lo que adivino, sin embargo, es que vuecencia no sabe exactamente quien sois vos.

--Mentís.  Mi nombre es Pedro de Santa Cruz, cristiano viejo, originario en Sevilla.

--¿Y quién es entonces Yusuf Bin Omar, el hijo de la mujer que portaba el nombre de Miriam?

Reconocí el nombre de mi madre y el nombre que mi padre me habia dicho era mi verdadero nombre.  ¿Sabía este anciano mi secreto? 

--Despreocupaos –dijo el anciano alzando una mano cual si hubiera leído mi mente--, Yusuf Bin Omar, sois bienvenido como un huésped y por tal razón vuestra persona es sagrada.

Dos hermosas mujeres se materializaron.  Una portaba una gran paila de plata y la otra una garrafa.  Instintivamente ofrecí mis manos y derramaron agua cristalina sobre estas y luego las secaron con mullidas toallas.  Incline mi cabeza dándoles las gracias y ellas me sonrieron y sus ojos brillaron burlones en la luz de la luna.

 --Estoy a vuestras ordenes, don Hassan –le dije al anciano.

Este inclino la cabeza y se dirigió hacia un portal envuelto en sombras oscurísimas.  Yo lo seguí junto con los negros y las dos mujeres, las cuales ahora portaban teas para iluminar nuestro camino.

Entramos en una gran galería cuyo techo se había venido abajo.  Conforme avanzábamos se iban prendiendo teas empotradas en la pared.  La luz de la luna continuaba iluminando también nuestro camino.  A mi alrededor yo solo veía desolación y sugerencias melancólicas de lo que había sido el lugar. 

Las preguntas hervían en mi mente.  Sabia instintivamente que lo que me acontecía violaba toda lógica pero no me atrevía a admitirlo.  Preferí embelesarme en  la locura que aparentemente me había embargado.

--Entrad, la reina os espera –dijo el anciano mostrándome una puerta.

Abrí la puerta lentamente.  Sentía un sudor frio recorriéndome pero a la vez sentía una gran curiosidad.  Entre.

El aposento era otra gran sala.  Eran también ruinas melancólicas y la luz de la luna se filtraba a través del agujero donde una bóveda se había colapsado.  En un divan sentada entre colchones vide una figura femenina.  Portaba un velo y solo podía verle sus ojos.  ¡Pero que ojos!  Tuve un sobresalto cuando se posaron sobre mí.  Brillaban cual los de un búho.  Me hipnotizaban y me avasallaban.  Su figura femenina se adivinaba entre los sedajes que portaba.  Sus pies eran pequeños, hermosos, besables incluso.  Sea, me dije, si mi alma se va a condenar bien vale perderla por semejante mujer. 

Sentí las manos pesadas de los negros forzarme de rodillas frente a ella.

--Señora –dijo Hassan Ibn Tarek haciendo una reverencia—hete aquí a Yusuf, el hijo de Omar.

--Levantaos –me dijo la mujer riéndose en voz argentina--.  No os voy a comer Yusuf hijo de Omar. 

Me pare.  Sentía un sudor frio recorrer mi cuerpo.  Esto tenía que ser un sueño.  A nuestro alrededor solamente habían unas ruinas melancólicas asediadas por las sombras.  La luz mortecina de las teas complementaba la luz de la luna que penetraba por un gran agujero en el techo del recinto.

--Se que todo esto os ha de confundir.  Os habéis portado, sin embargo, a la altura.  Cualquier otro ya habría huido.

--Si sois demonios sabed que pecados tengo, si, pues hombre soy.  Pero no renegare jamás de mi Cristo.

--¡Ja! –exclamo la mujer--.  ¿Y de dónde saca tal celo cristiano este descendiente de Boabdil?

--¡Insolente! –me espeto Hassan Ibn Tarek.

Para coronar esto, uno de los negros me dio un golpe que me hizo trastabillar.  Caí de rodillas otra vez.

--Dejadlo ser –ordeno la mujer--.  Después de todo es de nuestra sangre.

Esto me hizo alzar la cabeza y contemplarla asombrado.

--En efecto –explico ella--, sois descendiente de Boabdil, el último rey moro.  Sois de mi sangre, aunque me entristece reconocerlo.  Tal os lo dijo vuestro padre en su última carta.  ¿Os acordáis?

--Aun hoy escondéis vuestra ancestria y hacéis creer a los cristianos lo que no sois –añadió Hassan Ibn Tarek. 

--Admitidlo, Yusuf hijo de Omar, vivís atribulado de preocupación de que algún día se os identifique como lo que sois, un mal converso—dijo ella--.  Vivís de puras mentiras, Yusuf Ibn Omar.  ¡Ni sois cristiano viejo ni tampoco el mejor espadachín de las Españas!  ¡Y encima renegáis de la sangre de los viejos reyes de Al Andaluz! ¿Qué sois, Yusuf Ibn Omar?  ¿En verdad merecéis llamaros hombre?

Baje mis ojos.  No me atrevía a verla de frente.

--No lo toméis tan en serio, carajos.  Después de todo, no sois el primer hombre que se enfrenta a sí mismo, Yusuf Ibn Omar –dijo Hassan.

--Pero si os preocupa tanto vuestra alma, no temáis –dijo ella--.  Sabed que todo lo que ocurre aquí es tan solo una fiebre en vuestra mente.  Aprended de ella.  Decidme, ¿os acordáis de lo que vuestros padres os dijeron de este palacio?

--No, nunca…

--Concentraos, Yusuf hijo de Omar –me conmino Hassan Ibn Tarek.

Las ruinas y las sombras se desvanecieron.  Todo se lleno de sol.  Era yo otra vez un niño, en Triana, al otro lado del rio en Sevilla.  Estaba en el patio de la casa de mi madre.  Frente a mí, sentados en un diván estaba mi padre y a su lado mi madre.

--Ven Yusuf, os contare una historia –dijo él.

Me senté en el regazo de mi madre.  Ella me sonrió y me acaricio los bucles negrísimos de mi cabellera.

--Hay a una jornada de Cordoba un palacio encantado.  Lo ordeno levantar un rey moro por el amor a una mujer.  Hoy solo moran ahí los lobos y las lechuzas.  Sabed sin embargo que tiene este palacio un hechizo poderosísimo. 

--¿Sabéis porque Yusuf? –pregunto mi madre con dulzura.

Sacudí mi cabeza.  Poco entendía de lo que me hablaban ellos.  Hoy me esfuerzo en recordar cada palabra dicha por ellos pero el olvido es una barrera fatal que me niega su voz.

--Tan grande era el amor del rey moro a su mujer que mando construir ahí un palacio digno de los cesares de la antigüedad –dijo mi madre. 

--Esto no es de extrañarse, hijo mío –dijo mi padre--.  Dichoso es el hombre que se ve impulsado por el amor a hacer grandes hazañas.

--Pero era, sin embargo, en este rey moro mayor era su amor por la verdad y la sabiduría –continuo explicando mi madre--.  Ahí en ese palacio, Yusuf, este rey convocaba a los más grandes poetas, sabios, y eruditos de sus tiempos.  Y no le importaba al rey si eran moros, cristianos, o judíos pues pensaba él que esta diversidad era voluntad del santísimo y que ningún hombre podía juzgar lo que Dios había mandado.  Fue asi que las musas, las hijas de Apolo, encontraron refugio en ese palacio después de vagar por siglos desamparadas y proscritas.  Y fue tal el celo por indagar y encontrar la verdad que había en ese palacio que el mismo lugar adquirió un aura mágica.  Y todo aquel que entra en sus ruinas, aun hoy, obtendrá conocimiento. 

--Aunque hay quienes reniegan de lo que se les ofrece y maldicen lo que se les muestra –añadió mi padre--.  ¿Os imagináis por qué, Yusuf?

Volví a sacudir la cabeza.

--Es que lo que ahí los hombre conocen es a si mismos –explico mi madre--.  Ha habido otros lugares así.  La Delfi de los griegos era tal, un lugar de embrujo y magia, aposento de las musas también, donde reinaba igual la verdad.

--Pero pocos son los hombres que están a gusto con lo que ven –dijo mi padre--.  La mayoría de nosotros, y no dudo que tu también lo harás Yusuf, preferimos no vernos tal como somos.  Vivimos con una idea de lo que quisiéramos ser, si somos idealistas, y de lo que quisiéramos aparentar, si somos vanidosos.  Y no aceptamos lo que otros ven en nosotros pues pocos hombres hay lo suficientemente honrados y fuertes para hacer tal. No, Yusuf, el conocerse a si mismo puede ser una navaja de doble filo.

--Y tal conocimiento siempre será incompleto –concluyo mi madre—pues sabedlo entero solo es don del buen Dios.  Pero buscarlo es ya merito suficiente para justificar el haber vivido y ennoblece a cualquier hombre que tal conocimiento busque.

Oí otra vez la risa de la mujer.  Una vez mas estaba yo frente a ella.

--¿Entendéis ahora donde estáis, Yusuf, hijo de Omar?

--¡Santo Dios! –fue todo lo que alcance a decir.

--Dios no tiene nada que ver con esto –dijo ella--.  Escuchad, sin embargo, que tal es mi generosidad y misericordia y tolerancia a vuestras faltas que os daré un gran don.  Sentado en el regazo de vuestra madre, siendo aun un bebe, se os dieron enseñanzas que solo duermen dentro de vos y que todavía conserváis pero de las que no os acordáis. 

--Teneos por bienaventurado, Yusuf Ibn Omar –dijo Hassan ibn Tarek sonriendo--.  Si se os da esta venia es tan solo por portar la sangre de esta señora.

La mujer se paro y se planto frente a mi.  Era muy alta.  Su mano se poso sobre mi frente.  Era cálida.  Parecía en verdad estar viva, esta criatura fantástica.  Me le quede viendo fijamente, embelesado por el embrujo de sus ojos.  No supe mas de mi.

Cuando volví  en mi me encontraba acurrucado junto a una fogata agonizante.  Era todavía oscuro.  Sancho roncaba ruidosamente.  Una bota de vino vacía estaba en mis manos. 

Me incorpore con dificultad.  Busque con ansia entre mis alforjas hasta encontrar lo que buscaba, el viejo koran de mi madre.  Lo sostuve en mis manos por un tiempo.  Sentía ya el frio que presagia el amanecer en esas montañas.  Levante la vista a las estrellas que ya brillaban tenues.   Busque en ellas el oriente.  Caí de rodillas e hice mis primeras oraciones a Meca.  Y si, las palabras, en árabe, fluyeron con facilidad de mi boca pues, en efecto, esta lengua, la primera que mame en la leche de mi madre, me había sido restaurada, y sabia que si abría el koran de mi madre no me serian ya inteligibles los símbolos en él escritos.

--Ala es Dios y Mahoma es su profeta…

Y si hice esta simple afirmación no fue por amor a Dios o al profeta pues bien sabia que ambos se podían rascar sus propias pulgas y no requerían de mi homenaje.   Lo hice, mas bien, en conmemoración de mi sangre y de la memoria de mis padres.

Igual concluí que si Ala era en verdad justo me perdonaría mis flaquezas.   Y que si no lo era entonces no merecía que lo venerara.  Supe que mis faltas hasta ahora eran hijas de mi ignorancia y temores pero no iba a ser tan bruto de alardear de mi nueva religión entre tanto cristiano intolerante.  Ya habría tiempo para morir, como seguramente sería mi destino, en una fogata de la inquisición.   Pero mientras haría lo que a mis pocas luces considerare justo, no por amor a la verdad o la justicia pues eso no estaba en mi, sino porque tal era lo que mi sangre esperaría de mi.

Regrese al campamento.  Sancho ya se estaba despertando.  Lo contemple.  En medio de su simpleza el hombre me había sido fiel hasta ahora.  Bien valdría la pena tolerar sus prejuicios a cambio de tener un escudero fiel que me cuidara las espaldas.

--¡Ea Sancho!  ¡Espabilaos!  ¡Ensillad los caballos y aprestémonos a marchar!

--¡Al momento su señoría!  ¿Durmió bien su señoría?

--En verdad que si.  Me siento renacido.

Y fue así que abandone el palacio encantado situ a una jornada de Córdoba.

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