Del Libro de Pedro Santa Cruz
Hoy escribo esto en un curato de un hermoso pueblo de las montañas
veracruzanas de la Nueva España. El
canto de los gallos en el patio de la sacristía, donde juegan mis nietos, me
recuerda la deliciosa semana que pase en la corte de España.
Y es que me porte como el que soy, diría un poeta, y en aquellas fechas
era yo un joven vigoroso, de buena pinta, no el vejete decrepito en queme he
convertido. ¡Con que facilidad solía
atraer con facilidad la mirada de las francesitas damas de compañía de la
reina, doña María Luisa de Orleans!
Si pensáis que cornamente al rey estaréis muy equivocado. La reina le era completamente devota y los
dos parecían estar en verdad muy enamorados.
Alcance a ver al rey desde lejos.
La reina lo sacaba a una gran terraza del palazuelo. Había sido a iniciativa de doña María Luisa
que el rey había venido a Andalucia, buscando que el sol de esta lo fortaleciera. Incluso una noche vide a la pareja real
observando las estrellas con un telescopio y discutiendo sobre las trayectorias
de los planetas. Esto me sorprendió pues
tenia entendido que el rey era tan solo un idiota babeante pero el hombrecillo
en silla de ruedas que discutía acaloradamente con la reina no parecía
tal. Era como si en verdad ella fuera
capaz de romper el “hechizo” que la plebe decía había caído sobre este rey.
La reina había insistido en que el rey venia en viaje de
recuperación. Y ella, mientras, seguía al
frente del gobierno. De vez en cuando
se presentaba un correo venido de Madrid con noticias urgentes. Era entonces la reina la que tomaba las
decisiones y ordenaba lo que correspondía.
No me cabe duda que las riendas de España estaban en esos momentos en
buenas manos con esta hija de los luises al mando.
Dos cosas empañaban mi gozo.
Mi criado, Sancho, agonizaba. El
medico encargado, un judío protegido de la reina, don Isaac de Brabante, no
tenia esperanzas.
--No ha recuperado la conciencia.
Es un cadáver con vida. Cada día
esta mas débil.
--¿Cuánto tiempo le quedara?
--Tal vez unos días mas. El
fulano es muy fuerte pero, mirad, --me dijo el hebreo descubriendo el cuerpo de
Sancho—su glúteo y parte de la pierna se ha ennegrecido.
Me persigne quedamente. El
hombrecillo me había sido fiel.
--Os seré franco –dijo el galeno viéndome fijamente--. La ciencia medica no puede hacer nada mas por
este hombre. Lo siento.
Lo segundo que empañaba mi gozo era don Iñigo Balboa. Adonde yo iba el viejo y sus hombres no
dejaban de estar cerca. Don Íñigo me veía
con los ojos entrecerrados y una sonrisa burlona.
--He tenido reportes sobre vos, Santa Cruz. Se reputa sois el mejor espadachín de España.
--¡No! ¡Os lo suplico! No me pidáis que cruce acero con
vuecencia. ¡Todo eso es un malentendido!
--Por supuesto que no, Santa Cruz.
De joven yo conocí al que en verdad era la mejor espada de las Europas. Lo vide morir en Rocroi gritando “Viva
España”. No le llegáis a sus talones
pero creo que si sois peligroso. Así
que, llegado el momento, me asegurare que mis hombres os vacíen un arcabuz y no
haya necesidad de desenvainar toledanas.
No os preocupéis, haremos el trabajito rápido y no sufriréis.
--¡Pero la reina me protege!
--Pues disfrutad de ello, por ahora. Los reyes suelen cambiar como el viento. Acordaos: la reina es hija de los
luises. En cualquier día cambia de
parecer y os manda ajusticiar y dirá tan solo que es “raison de etat”, --acabo
Balboa riéndose.
Una noche de madrugada, en que estaba yo abrazado a las tetas de
una hermosa sílfide, tocaron con gran insistencia a mi puerta.
Me vestí con premura y abrí.
Ante mi se encontraba don Iñigo y sus hombres. Me apuntaron con los mosquetes. Don Iñigo traía su toledana desenvainada.
--Bien, si es mi hora, sea –alcance a decir.
--No seáis bruto, seguidme y no hagáis bulla –advirtió el
viejo--. No os voy a ajusticiar. Y si lo fuera a hacer me hubiera esperado al mediodia. Nunca me han apetecido eso de arruinar la
mañana de alguien aplicándole el garrote.
Prefiero una hora mas decente para hacer tales menesteres. Además, no quiero despertar al rey con
detonaciones de arcabuz y vuestros aullidos de moribundo.
Para mi sorpresa nos dirigimos a la habitación donde languidecía
Sancho. Adivine que había tomado lugar
el desenlace. Mi fiel escudero había
muerto.
Pero al entrar a la recamara me encontré con Sancho sentado en su
cama, hablando por los codos.
--¡Estáis vivo!
--Así es, señor almirante.
--¿Almirante? –pregunto Balboa con sorna.
--¿Pero como? ¡Os hacia a
punto de engordar los gusanos!
El hebreo don Isaac sacudió la cabeza.
--¡Oy vey! Esto fue un
milagro.
--No fue tal –explico Sancho--.
Tengo la piel de marrano, es decir, muy dura. He estado tratando de decirle aquí a don
Isaac que me diera a beber lo que traía en mis alforjas. Pero me encontraba como paralizado. Quien sabe que ponzoña había en el dardo del
maldito mejicano ese. El caso es que a
base de mucho esfuerzo logre que el medico me hiciera caso. ¡No sabéis lo terco que es este fulano!
--¡Pero es que ya no teníais remedio!
--Pues si, --continuo Sancho--, pero vuecencia será muy erudito y
muy leído de las ciencias de los griegos y moros y judíos pero nunca ha oído
del filtro de Fierabras.
--Sancho, ¿de que habláis?
Vive Dios que me da gran alegría veros con vida pero esto es imposible.
--¿Seguro que vos o este hebreo no tienen pacto con el diablo?
–pregunto amenazadoramente don Iñigo.
--La poción que estaba en esta botella –dijo Sancho mostrándome
tal—es el milagroso filtro de Fierabras.
Me la dio el hidalgo loco al que tenia por amo antes. Él me decía: “si alguna vez la cimitarra de
un gigante me corta en dos, cosa que es muy común leer en los hechos de los
caballeros andantes, tomad mis dos pedazos, cosedlos juntos, (asegurándoos de
no poner mis pies apuntado a mi espalda), y luego derramad esta poción en mi
boca. Con ella volveré a estar completo
y sano. Se trata del fabuloso filtro de
Fierabras. Este era un mago de Levante
que le dio la receta al rey Alejandro Magno al caer Babilonia. Me lo hizo llegar un comerciante que lo
compro en Egipto a unos negros que habían venido en caravana desde las tierras
de Preste Juan donde se conserva su receta.”
El medico abrió los brazos sin comprender.
--El caso es que la inflamación y la necrosis casi han
desaparecido –exclamo con asombre el hebreo--.
Esto cambia toda la ciencia medica.
Olí la botella y la sostuve a la luz de una bujía. No quedaba nada. El olor era a limón.
El medico parecía a punto de llorar viendo la botella vacía.
--¡Carajos, si tan solo quedara lo suficiente para analizarlo y
reproducirlo! Mi reputación seria tal que
podría ir a dar catedra en Salamanca y la Inquisición me haría los
mandados. Desgraciadamente don Sancho se
bebió el ultimo trago.
Tape con cuidado la botella y me la guarde. Esa noche había tomado varias botellas de
vino y todavía trastabillaba de borracho.
Pero el liquido que había contenido era tan poderoso que mi mente se
había despejado con tan solo olerlo. Valdría
la pena conservar la botella, aunque sea para olerla.
--¿Creéis que vuestro paciente esta en condiciones de viajar?
–pregunto don Iñigo.
--¡Ciertamente! --asintió
el medico--. Válgame Dios, creo que el
fulano es inmortal.
--Bien, moro, vos y vuestro escudero aprestaos. Mañana de madrugada os llevaremos ahí bajo
escolta al Guadalquivir para que os embarquéis a la Nueva España.
--Bien, no me apetece tener otro encuentro con el tal Aramis.
--No dudéis que ese demonio os seguirá. En la corte las paredes tienen oídos –advirtió
don Iñigo.
Francamente en esos momentos no tenia ni idea que diablos iba a ir
a hacer en la Nueva España, a quien iba a buscar, y con qué iba a
regresar. Y el hosco don Iñigo no
parecía muy dispuesto a esclarecer todo esto.
Llego la mañana y yo y Sancho nos encontrábamos ya en el patio del
palazuelo con los caballos prestos. Fue
entonces que se presento la reina y todos hicimos respetuosa caravana.
--Moro, acompañadme unos momentos.
Tal hice sin chistar.
La mujer estaba esbozada pero se descubrió y la pude contemplar de
cerca. Me encaro con sus ojos grises
enmarcados por elegantes cejas. Su pelo castaño tenia visos de oro.
--Moro, creo que hay cosas que os debo de decir, aun si, como vos
mismo habéis dicho, sois solo un simple marinero y tal vez no las
comprenderéis.
--Señora, --dije haciendo una ligera caravana. No había mas que decir.
--Sabed que tengo muchos enemigos.
Por lo que había conocido de los reyes tal cosa no me sorprendió.
--Hace un tiempo el rey y yo asistimos a un auto de fe. Fue en la plaza principal de Madrid y la
asistencia del rey, me imagino, le daría gran solemnidad a la ocasión.
--Entiendo, señora.
--¿Habéis alguna vez visto un auto de fe, moro?
--No señora, no he visto tal espectáculo. Si por la iglesia fuera seria el invitado de
honor.
--Entonces entendéis nada, moro.
Los curas ajusticiaron a familias enteras, aun los jovencitos apenas salidos
de la infancia. Los alaridos de los
moribundos y el olor a carne quemada me hizo vomitar. Aun el rey, que no estaba en sus cinco, se
veía enfermo. Nos retiramos a mitad del
acto. Al día siguiente hice que el rey
firmara un edicto prohibiendo los autos de fe.
--Me imagino que eso no le gusto a la santa madre iglesia.
--Claro que no. Ahora
tienen que usar el garrote. No se si sea
una mejora. El caso es que ese día tome
una decisión. Creo que a veces, por amor
y lealtad a España, hay que defenderla, aun de ella misma y contra ella
misma. ¿Entendéis?
--No mucho, señora.
--No importa, moro.
Escuchad. Ahora mismo, las
riquezas de las Indias y de las Filipinas vienen y se descargan en el
Guadalquivir. Y es ahí donde los agiotistas
toman su parte. Y lo que le queda al rey
se va en guerras estériles en Flandes, Nápoles, y Levante, donde España
dilapida su mejor sangre en defensa de la iglesia. ¿Creéis que Roma le agradecerá algún día este
sacrificio a España?
--Lo dudo, señora.
Estimado lector, si vos estuvierais en mis zapatos y os sintieras
halagado de tener tal conversación con la reina os diré entonces que sois un
imbécil. La verdad los pelos se me
estaban poniendo de puntas conversando con la mujer. Mi mente ardía. ¿Por qué me confiaba todo esto la reina? ¿Qué esperaba de mi? Tenia yo la certidumbre que en cualquier
momento podía cometer un error y ella mandaría que don Iñigo me hiciera
empalar.
La mujer se dio cuenta de mi sobresalto.
--¿Por qué estáis tan pálido, moro? ¿Acaso os doy miedo?
Por momentos temí que se me vaciaría la vejiga. Finalmente decidí que por lo menos moriría
con dignidad.
--Señora, vuecencia sabe que solo soy vuestro súbdito. Si vos queréis, me podéis mandar al final del
mundo y tal hare.
La mujer hizo un ademan de aburrición.
--¡Bah! De esos tipos de
agentes tengo cientos, moro. Necesito
quien este dispuesto a servirme, aun si esto aparentemente es contra los
intereses de España, ¿entendeis?
El corazón me dio un vuelco.
--Pues eso soy, señora, creo, pues si vuecencia quiere perjudicar
a la iglesia estoy dispuesto a servirla --conteste armándome de valor--. Y si voy a serviros necesitare saber
exactamente que traeré de la Nueva España.
Me han dicho que son unos documentos.
La mujer me vio con curiosidad y sonrió.
--Correcto. Iréis hasta la
Nueva España y regresareis con los papeles que os dará la que llamamos
Hypatia. ¿Os interesa saber que
contienen esos papeles?
--Me han dicho que son cálculos de las orbitas de los planetas.
--En efecto. Sabed, moro,
que si los hombres pueden entender la mecánica celeste será el primer paso para
su liberación del yugo de la iglesia.
--Entiendo tal, señora. Y
entiendo que vuecencia tiene sus diferencias con Roma y, os aseguro, me honrare
en servirle.
--Correcto.
--Sin embargo, señora, si los hombres empiezan a cuestionar a
Roma, ¿Qué seguirá después? ¿Cuestionar
el derecho divino de los reyes?
Hecho. Me había
excedido. No dudaba que ahora iba a
morir. ¡Vive Dios que arrogante y
estúpido es uno de joven!
La mujer sonrió lentamente.
--Bien, creo que no me he equivocado, seréis un simple marinero
mas no un bruto --dijo dando media vuelta y dirigiéndose resuelta adonde se
encontraba don Iñigo y sus hombres.
--Moro, olvidaos del oro de los Fuggers –me dijo la reina
entregándome un sobre lacrado--. Aquí
está todo lo que necesitareis saber para llevar a cabo vuestra misión. Leed el contenido, memorizadlo, y luego
quemadlo. Si regresáis con vida os hare
tan rico como Creso y os considerareis el hombre mas afortunado del mundo.
Luego ella me miro fijamente y penetro cual serpiente en lo mas
recóndito de mi alma. Entendí por qué
decían que esta mujer era media bruja.
Solo una mujer así podía deshacer el hechizo que rodeaba al rey. Yo sentí que perdía el alma en esos ojos
grises tan fríos como un invierno de Flandes .
Avasallado y sin control ya de mi mismo caí a sus pies:
--¡Oui ma reine!
--Aseguraos que se embarque, don Iñigo –ordeno la reina.
Partimos rumbo a Sevilla.
En el camino don Iñigo se me acerco y me murmuro:
--Bien, moro, me habéis ahorrado un viaje a las Indias y el tener
que abriros en canal.
--Tal sospeche –admití.
Estaba bañado en sudor. Nunca
había estado mas cerca de la muerte que en esos breves instantes hablando con
la reina de España.
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