Donde el último de los Austrias es amado por una hija de la casa de Orleans.
Palacio del Escorial
María Luisa de Orleans, reina de España y esposa del rey Carlos II, entro en las habitaciones de este. Un olor a excremento le asalto el olfato. La reina de inmediato toco una campanilla. Un paje se presento. El rey roncaba sonoramente en su lecho.
--Apresuraros a llamar a don Iñigo y que atiendan a su alteza.
Don Iñigo Balboa, un caballero anciano que ya venía en camino, se presento unos minutos después acompañado de varios mozos.
--Me imagine que funciono el purgante y traje los menesteres necesarios –dijo Balboa inclinándose ante la reina.
--Si don Iñigo –afirmo la reina--. Limpiadlo os lo ruego.
Balboa no tuvo empacho en ayudar a los mozos a desnudar al rey y ensuciar sus manos en el proceso. El rey se había ensuciado. El hombre se despertó y balbuceaba incoherentemente.
--Calmaos mi señor –le dijo la reina dulcemente mientras le acariciaba la frente--. Don Iñigo y los mozos os limpiaran.
El rey la vio lloroso. El hombre era una criatura baja, deforme, con una versión exagerada del labio austriaco que lo desfiguraba. Tiene apenas unos 22 años. La reina es una jovencita de tal vez 20 años. Su mano tomo la de su reina y la llevo a sus labios deformes y la beso.
--¡Listo alteza! –anuncio Balboa mientras se limpiaba las manos quitándose el excremento del rey--. Señora, ya está limpio. ¿Desea que llame al doctor?
--No, don Iñigo –contesto la reina--. Don Carlos está muy débil y no aguantaría un sangrado ni creo que sea lo correcto hacer tal. Mandad traer una sopa ligera y llevémoslo al balcón. Mi señor necesita sol. Yo lo cuidare.
Balboa hizo una señal y los mozos pusieron al rey en una primitiva silla de ruedas y lo llevaron a un amplio balcón desde el cual se observaba el paisaje de Castilla.
María Luisa de Orleans, hija Felipe, duque de Orleans y sobrina de Luis XIV se sentó en un banquillo frente al rey y le empezó a acariciar los pies desnudos de este mientras le hablaba dulcemente.
Balboa y sus hombres se retiraron.
--Ea! --ordeno Balboa--. Mandad traer la sopa que ordeno la reina y unos panes y vino.
Uno de los hombres de Balboa, un joven llamado Pedro Arenilla, recién entrado a su servicio, no pudo evitar hacer un chascarrillo acerca de la condición del rey. Balboa, aunque ya era un anciano, estaba todavía correoso y duro pues había sido un soldado de los tercios e incluso había sobrevivido a Rocroi. Era entonces un hombre cuya lealtad a muerte a la corona era indudable. De ahí que Arenilla recibió un sopapo que lo tumbo.
--Nunca os burléis de don Carlos si no queréis que os mande a las galeras, ¿entendéis? ¡Es vuestro rey, carajos!
--¡Si don Iñigo! ¡Mil perdones!
Balboa suspiro viendo al hombre que tenía un chorrillo de sangre saliéndole de la boca. Era apenas un jovencito.
--Sois muy joven todavía –observo Balboa mientras su mente se llenaba de recuerdos y como él también había sido un joven arrebatado y boquifloja en su juventud que también había en su momento cuestionado el valer de los reyes a los que servia.
--Perdón, don Iñigo –suplico Arenilla mientras escupía un diente.
--El rey está muy enfermo. Merece todo nuestro respeto –contesto Balboa ofreciéndole su mano a Arenilla para que se incorporara.
--¿Es cierto que esta hechizado? –se atrevió a preguntar el joven.
--Yo no sé de esos menesteres. Se los dejo a los curas y a los doctores. Lo único que sé es que nuestro rey es un hombre muy afortunado.
Arenilla lo vio con asombro. Carlos II apenas podía caminar y hablar.
--La reina, doña María Luisa, lo ama con toda su alma. Dichoso el hombre que es amado por una mujer de esa manera. Ella es una mujer formidable que vale por cien hombres. Con algo tenía el buen dios que compensar todas los malestares con que maldijo a nuestro rey. Ahora seguidme a la cocina para asegurar que le hagan su sopa al rey y que os den un trago de aguardiente para cauterizados el diente.
Volvamos otra vez al balcón de la habitación del rey. Un viento frio ha surgido de repente. El sol se ha cubierto por las nubes. La reina cubre a su esposo con una mullida cobija.
--¿Estáis confuso verdad? –le pregunto la reina a don Carlos--. Siento haber ordenado el purgante pero no habíais obrado en días.
Carlos II de Austria sufría de toda clase de taras producto de la consanguinidad de sus ancestros. Sin embargo, la reina conocía un secreto acerca de su marido: en breves momentos de lucidez mostraba una inteligencia superior. Y era en esos momentos en que, obsesionado, buscaba la respuesta a un acertijo milenario surgido de los Elementos.
--¿Queréis despertar? –pregunto la reina.
Don Carlos volvió a asentir con cierta desesperación.
--Tendrá que ser breve –le advirtió la reina--. Observad mi dedo. Lo moveré lentamente enfrente de vos. Contad lentamente. Calmaos vuestra mente. Confiad en mi.
Los ojos del rey se fijaron en la mano elegante de su esposa. Balbuceaba los números lentamente. Poco a poco sus ojos comenzaron a brillar. Parecía como si un velo se levantara de su cara.
--Gracias –murmuro el rey.
--No debemos de cansaros mucho.
--¡Maldito sea este cuerpo! –juro el rey.
--No debéis alteraros.
--Tengo poco tiempo.
--Calmaros.
--Buscad otra vez la prueba de Proclus. Quiero recorrerla otra vez.
--Vuecencia sabe que esta fallida. El mismo Pitagoras no logro probar el quinto postulado.
--Entonces busquemos otra vez en Alhasen.
--Igual de falaz, mi señor.
--Cierto, pero puedo aprender de sus errores.
El rey empezó a babear. La reina le seco las babas.
--Os estáis alterando. ¿Habéis pensado que tal vez sea inútil probar el quinto postulado a partir de los otros cuatro?
El rey suspiro.
--No quiero que vuelva la oscuridad sin que lo logre hacer.
--No la temáis. Estaré con vos siempre.
--¿Habéis conseguido el libro de Omar Khayyam?
Para el rey era cada vez mas difícil el hablar. Era obvio que estaba haciendo un esfuerzo heroico para mantenerse lucido.
--Esta en camino –le dijo con voz suave la reina--. Pero no alberguéis esperanzas. Los moros también son hombres y se equivocan. Ah, os estáis alterando.
El rey ignoro la advertencia. Sus manos se crisparon ansiosas de tener el libro de Khayyam.
--Se reputa que Khayyam propuso una geometría en que el cuarto postulado no es necesario.
--Tal vez sea lo mejor –le dijo la reina sonriendo--. ¡Imaginaos la geometría que surgiría si ese condenado cuarto postulado pudiera ser ignorado!
El rey logro sonreír pero estaba muy pálido. Su pulso se había acelerado. Se debilitaba rápidamente.
--Ved por España mi señora –fue lo último que alcanzo a decir don Carlos con lucidez.
El rey vio a su esposa con tristeza y cerró los ojos. La baba le empezó a fluir a raudales. Cuando volvió a abrir sus ojos su vista se había nublado otra vez. Era otra vez un idiota con la mentalidad de un niño de ocho años. La reina lo llevo otra vez a su habitación.
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