Quien, por curiosidad y algo de desprecio por la vida, la bolsa, y
el honor, extraviara sus pasos por la puerta norte de Sevilla y caminara entre
nubes de vagos, pordioseros, chulos, y prostitutas, observara una pareja insólita. Se trata de dos monjes dominicos que guían
dos mulas cargando sus alforjas e impedimenta de viaje. Los dos monjes no pueden ser mas
disimiles. Uno es bajo, rechoncho, muy
moreno, y observa beatíficamente a sus alrededores, repartiendo limosna y
bendición al que así lo solicita. El
otro monje es alto, de buena planta, y obviamente receloso pues con movimientos
nerviosos observa todo a su alrededor.
--¡Con un carajos! ¿Quién
diablos creéis que sois? ¿San Francisco
de Asís? –le dije quedamente a Sancho.
--Es que el infeliz tullido ese me dio lastima. ¿Qué son unos cobres?
--¡Que atraéis atención, carajos!
¿Cuándo se había oído que un monje sea generoso? Además, si veis a vuestro tullido, ya camina
con toda premura y la ligereza de un dervish turco alejándose de nosotros…
Las palabras se extinguieron en mi boca. En efecto la nube de curiosos se iba
desvaneciendo a nuestro alrededor.
--¿Cómo? ¿Qué pasa señor
almirante?
--Olvidaros, Sancho. Hemos
sido descubiertos. Ea, ¡buscad vuestro
alfanje!
En efecto, ambos buscamos entre la impedimenta de nuestras mulas y
extrajimos armas. En mis manos estaba mi
toledana y ya con el acero sentí que mi alma volvía a mi cuerpo. La plaza, en efecto, se había vaciado. La resolana era intensa. Solo se oía el piafar
de nuestras mulas.
Sancho se persigno.
--Voy a morir sin confesión y, peor, blasfemo por portar estos hábitos.
--Nos sirvieron bien en el camino.
Sabéis bien cuantos malandrines acostumbran desplumar viajeros. Pero bien es sabido que si molestan a un
clérigo la Inquisición se asegura de que los corchetes los capturen y habrá
chicharroniza garantizada. Además, encontrar posada no fue un problema. Los
posaderos se contentaban con que les echara unos latinajos y bendiciones en
lugar de darles plata.
--¿Qué esperamos, señor almirante?
--Que los fulanos que nos esperan se presenten a hacer el
trabajito. Escuchad. Lo mio no os concierne. Podéis idos.
No creo que os molesten. Me
buscan a mí.
--¿Cómo un poltrón? No,
señor almirante, yo no soy traidor ni cobarde.
--¡No seáis bruto Sancho!
Esto va a ser cuestión de ensartar acero en los hígados y vos no sois
gente de guerra.
--Perdóneme su señoría pero mi santa madre, que en gloria este, no
paria traidores. Todavía no oigo al
gallo cantar tres veces. Además, creo
que ya es muy tarde para que ahueque el ala.
En efecto, seis hombres con pinta patibularia se presentaron. Traían ya el acero desenvainado.
--Caballero, ¿vos sois el que llaman El Moro? –pregunto con voz
retadora el jefe, un matasiete que portaba una cimitarra turca y era tan peludo
como un oso.
Algo que me emputa es que los matasiete insisten en establecer
toda clase de diálogos y conversaciones antes de entrar en materia. El dialogo típicamente empieza muy formalito,
con muchas “vuecencias” y “su señoría”, y acaba por lo general con un “voto a Belcebú
que os hare comer vuestras palabras”. Siempre
he dicho que no vienen estas cortesías al caso pues no vamos a hacernos
compadres o amantes o socios de negocios sino a matarnos. Así que decidí abreviar las diatribas. De entre mis hábitos de dominico saque un
pistolón, ya listo y cebado, y, sin decir mas, se lo descargue al peludo. Debo aclarar que nunca he sido bueno para eso
de las armas de fuego. El resultado fue
que la bala le voló la tapa de los sesos al forajido junto al jefe y no a este,
como era mi intención. Creo que eso
confirmo toda sospecha acerca de nuestra identidad y las palabras del jefe me
lo confirmaron.
--¡Me cago en Cristo! ¡A
ellos! ¡Matadlos! –lo oí gritar aunque
no lo vide pues estaba envuelto en una nube de humo a causa de la descarga del
pistolón.
Afortunadamente tenía otro pistolón a la mano y volvi a
descargarlo, con ojos llorosos por la pólvora otra vez en dirección al
jefe. Una vez más, por mi torpeza, solo
logre arrancar un “¡hideputa!” del forajido que estaba junto a él, el cual cayo
al suelo con una pierna sangrando como miembro de cochino en sacrificio.
Pero, ¡ay de mí! no tenia
yo mas pistolones y mis ojos me ardían
por la humareda. Quedaban cuatro
hideputas, si Pitágoras no mentia. Por
instantes contemple seriamente poner pies en polvorosa pues la honra se
conserva ante tal desigualdad. Pero para
mi sorpresa, el que se abalanzo en dirección a los cuatro matarifes restantes,
con sus hábitos arremangados y envueltos en un brazo a manera de escudo y
blandiendo un alfanje en la diestra, era no otro sino Sancho, el cual gritaba
“¡Santiago!” a todo pulmón. Creo que era
lo que el loco al que anteriormente seguía le había inculcado.
Podía entonces sacrificar a ese hombrecillo rechoncho que tan bien
me había servido y aprovechar que se distrajeran despellejándolo y huir. Pero mi madre tampoco había parido traidores
y, me temo, se me escapo un ¡Alah Akbar! y me abalance entre ellos pues, según
me había entrenado D’Artagnan, era mejor estar entre una nube de adversarios
pues estos entre si se iban a estorbar.
Logre tumbar al primer matarife que me encontré haciendo con
facilidad a un lado su estocada y clavándole la punta de mi toledana en el pescuezo. Para mi sorpresa Sancho saltaba de un lado a
otro sin darle punto y blanco fijo a su adversario. Fue entonces que me vi encarado por el oso y
uno de sus matarifes. Era evidente que
el fulano sabia manejar bien la cimitarra.
¡Tal vez el desgraciado había sido un renegado y había servido al Gran
Turco mismo! Y bien sabia yo que mi
toledana no aguantaría el contacto con esa arma pesada. Y dudaba que la guarda de mi espada aguantara
el impacto de esta.
En segundos me sabía ya hombre muerto. Mi toledana, si, detuvo el cimitarrazo en la guarda y no perdí la mano pero se rompió
el acero. Se lo avente en la cara al
oso. Mientras, el otro matarife me
alcanzo con un arañazo que no me hizo mas daño por que Dios es grande y los hábitos
de dominico confundieron la punta de su acero.
Pero entonces oí un disparo seguido de una voz.
“¡Alto en nombre del rey!”
El oso blasfemo horriblemente y los matarifes bajaron sus
aceros. A una señal del oso todos se
escabulleron. Busque y encontré quien
había invocado la ley. Esperaba ver a
los corchetes. Pero no, se trataba de un
caballero ya maduro aunque de mirar recio y mostacho imponente. Iba acompañado de varios soldados armados con
arcabuces.
--¿Qué hacemos señor almirante? –me pregunto Sancho. Traía un arañazo en el cachete que lo hacia
sangrar como un marrano.
--No tenemos opción. Esos
son profesionales. Mírales la pinta
Sancho.
--Vos sois el moro –dijo el caballero anciano. No era pregunta, era una afirmación.
--Si. ¿Y vos?
--Iñigo Balboa. Sirvo al
rey. Seguidme.
Diantres, pensé. De reyes
me había hartado después de tener el disgusto de estar ante la augusta
presencia de Luis XIV.
El anciano hizo una señal y un carruaje se presento.
Los soldados y desarmaron a Sancho, el único que todavía tenia
acero en sus manos.
--Subíos –indico el anciano--. Mis hombres aseguraran vuestras alforjas.
No había nada que argumentar.
Asentí y le indique a Sancho que tal hiciera. Fue entonces que uno de los guardias dio un
grito. Lo mire fijamente. Estaba junto a mí y me contemplaba despavorido. En su cuello reconocí un dardo. El guardia cayo exánime, su boca espumeando
sangre, tal era la potencia del veneno con que estaba impregnado el dardo.
--¡El mejicano esta aquí! –grite con pavor.
El anciano maldijo. Oí
claramente otro proyectil acercarse.
Este se incrustó entre los hábitos de Sancho y pensé que mi fiel
escudero era ya hombre muerto.
--¡Subíos al carruaje! ¡Todos montad! ¡Es una emboscada! –grito el anciano mientras
los soldados nos empujaban a bordo. Oí
el ruido de otro dardo empotrándose en el carruaje.
El carruaje se lanzo a escape por las calles de Sevilla escoltado
por los guardias. Balboa se había subido
tras de mi. Me apresure a examinar a
Sancho. El dardo había sido
obstaculizado por los hábitos pero la punta si había tocado su piel…en un
glúteo.
--¿Soy hombre muerto? –pregunto Sancho. Sus ojos brillaban y sudaba a chorros.
--¿Quién diablos es el mexicano? –pregunto Balboa que nos
encañonaba con un pistolon.
--Su señoría, os explicare todo pero, os ruego, permitidme usar vuestro
cuchillo para hacer sangrar a mi escudero aquí.
¡Solo así lo podre salvar y os juro que no tomare acción contra
vuecencia!
Balboa no vacilo un instante y me extendió un fino cuchillo de los
que llaman “de misericordia”. Hice un
par de cortes donde la punta del dardo había tocado su pellejo.
--¡Maldita sea Sancho! ¿No
os podíais haber hecho herir en un hombro?
--jure mientras chupaba y escupía la pus en la herida.
--Perdóneme señor almirante –dijo jadeante Sancho. Se desvaneció y no dijo mas.
--¡Maldición! –jure regresándole el cuchillo a Balboa.
El anciano palpo la papada de Sancho, buscándole el pulso.
--Creo que todavía vive aunque su pulso esta muy tenue –dijo
Balboa--. En palacio tenemos
médicos. Decidme entonces, ¿Quién es “el
mejicano”?
Antes de que explicara se oyó a un caballo encabritarse. Vide al jinete dar un aullido y caer
muerto. Torne la vista hacia donde
habíamos venido. En lontananza contemple
al “mexicano” seguirnos, corriendo como una gacela, portando una cerbatana.
--¡Es el diablo mismo señor Balboa! --dije apuntando hacia él.
Balboa observo con cuidado y produjo un arcabuz y apunto. El disparo fallo. El mexicano seguía corriendo tras
nosotros. Si bien parecía que no nos
ganaba terreno tampoco se quedaba atrás.
Y eso que el cochero estaba azotando sin misericordia a los caballos que
tiraban de nuestro carruaje.
Corríamos como bólidos entre las calles de Sevilla. Los jinetes iban dando de alaridos para que
la gente se hiciera a un lado.
Balboa dio una maldición y produjo otro arcabuz y volvió a
apuntar.
Observe con cuidado el tiro.
Pareció que el mexicano vacilo y desapareció de nuestra vista. Había sido tocado.
Poco duro nuestro jubilo.
Nos encontrábamos en una calle estrecha.
Sentimos un bulto caer pesadamente sobre el techo del carruaje. De
pronto oímos al cochero gritar “¡Madre de Dios!” y vide su forma caer al
pavimento. Acto seguido un acero
atravesó el piso y se clavo a un palmo de mi testa.
--¡Aramis! –grite con pavor.
El jesuita se había descolgado desde un balcón justamente sobre nuestro
carruaje.
Balboa descargo su pistola al techo sin decir más palabra. Oí claramente “¡Merde!”
Acto seguido uno de los jinetes de la escolta abordo el carruaje
con intenciones de subirse al techo. Lo
vide caer con el pescuezo atravesado de par en par.
--Lo habéis herido y hecho enojar, señor Balboa. ¿No tenéis otro pistolón?
Balboa sacudió la cabeza.
Como una centella Aramis se dejo caer en los estribos de la puerta
del carruaje y me lanzo una estocada de no muy buenas intenciones. Balboa, para mi sorpresa, pues no esperaba
tal de un anciano, reacciono con la velocidad de una sierpe, empujándome a un
lado y deteniendo el acero del jesuita con su guarda. Hecho esto, le desvió la espada y le lanzo a
su vez otra estocada. El jesuita perdió
el pie al esquivarla y cayo detrás de nosotros hecho un ovillo en el pavimento.
--Espero que no tengáis más enemigos que os estén queriendo
despanzurrar –dijo Balboa abriendo una botella y tomando un trago de esta como
si tuviera un hoyo en una pata.
Yo tenía ya, con los sustos y el salitre de la pólvora, una sed de
los mil diablos. Balboa generosamente me
extendió la botella.
--Si vuecencia me quiere despanzurrar lo perdonare tan solo por
haberme dado este trago.
--Tal vez si os tenga que ajusticiar –contesto Balboa
lacónicamente--. Eso no es cuestión que
yo decida.
--Conozco esa cantaleta, señor Balboa. Vosotros servís a vuestro rey. Entiendo.
--Os olvidáis que también es vuestro rey.
--¡Sea! –dije apurando la botella-- ¡A la salud del rey!
No dijimos más palabra en todo el camino. El tal Balboa era hombre de pocas palabras y
yo estaba completamente extenuado. De
vez en cuando sentía el pulso de Sancho.
Era evidente que agonizaba.
Llegamos a un pequeño palacete a orillas del Guadalquivir. Balboa dio órdenes y varios mozos se
aprestaron a bajar a Sancho.
--Despreocupaos por vuestro siervo –indico Balboa--. Tenemos un medico turco que se reputa es
excelente. Y si vuestro hombre no vive
también tenemos clérigos que se aseguraran de darle los santos oleos y cristiana
sepultura.
Acto seguido Balboa me hizo poner esposas.
--Es de rigor –dijo medio excusándose. Yo asentí.
No podía hacer más.
Balboa me guio, escoltado por dos soldados, por los salones del
palacio. Este estaba lujosamente
adornado, con las armas de Castilla y de Austria abundantes. Balboa se detuvo en el dintel de una puerta y
toco.
--Entrez –dijo en francés una voz femenina.
Balboa se quito el sombrero y abrió y entro. Yo y los soldados de la escolta lo seguimos.
--Señora –dijo Balboa con una caravana--. Hete aquí al moro.
Ya sabía yo la rutina.
Antes de que uno de los mozalbetes que me escoltaban me diera un sopapo
me incline respetuosamente, no sin antes alcanzar a dar una ojeada a la
mujer. Ante mi se encontraba una
verdadera hija de Francia. Era una mujer
morena de facciones delicadas pero sus ojos eran grises y duros, cual invierno en las ardenas, e igual que los
de Luis XIV. Vestía un corpiño elegante
y amplia falda, todo adornado con mucho oro y flores de lis. Se encontraba sentada en un trono con
capiteles adornados con las armas de Castilla y el águila bicéfala de los
Austrias.
--Acercaos –ordeno la mujer.
Tal hice y no ose levantar la mirada.
--Dejadnos solos, señor Balboa, y quitadle las esposas.
--No es un hombre de fiar, señora –balbuceo Balboa mientras me
liberaba. Era evidente que la palabra de la mujer era ley y el anciano y los soldados
se retiraron.
Ya que estábamos solos la mujer se paro y se dirigió a un
escritorio donde abrió un pergamino y produjo un pequeño trozo de papel de este.
--¿Sabéis quien soy?
--inquirió la mujer.
--Señora, me imagino que sois la reina de España. Sois una infanta de la casa real de Francia
según me han contado.
--Oui –dijo la mujer con voz precisa. En otras circunstancias
hubiera encontrado su voz atractiva.
Pero sabía yo bien lo peligrosos que son los de sangre real. Por cualquier capricho os mandan empalar.
--Decidme, moro, ¿Cuál es la contraseña que debíais decir al abad
Cirilo en La Rábida?
Suspire.
--No tenéis alternativa. Si
no queréis morir hablareis –respondió la mujer.
--Bien, señora, es “eclipse”.
La mujer sonrió levemente.
--Bien, sois quien sois.
Consideraros afortunado que os evite ir a La Rábida. El abad acaba de ser ajusticiado por la
inquisición. Si os hubierais presentado
ante él, el santo oficio os hubiera hecho también chicharrón.
No pude sino palidecer y temblé ligeramente. Siempre he preferido no tener líos con el
Santo Oficio.
--Señora, no entiendo. Vos sabéis
de mis órdenes aparentemente. Admito que
es inútil seguir la farsa. Me iba a
presentar, si, en La Rábida pero no tengo idea de que mas debo hacer.
--Escuchad, moro, mi maestro de matemáticas es el don Walter von
Tschirnhaus. Vos lo habéis conocido,
¿oui?
--Si, en Paris, su alteza.
--Mantengo comunicación con él usando…(la mujer vacilo)…le pigeon voyageur, ¿entendéis?
--Ah si, alteza, palomas mensajeras
–eso explicaba como es que las nuevas de mi viaje le habían llegado.
--¿Comprendéis entonces que seguís al
servicio de mi tío y de Los Iluminados?
--Señora, si así me lo decís tal
es. En verdad es que soy solo un simple
marinero y no entiendo de las tramas y enemistades de los reyes. Dígame vuecencia que debo hacer a
continuación y a tal menester me avocare.
--Esperareis aquí en este palacio por
el momento. No seréis un prisionero pero
Balboa y sus hombres os vigilaran, para vuestra propia seguridad. La Inquisición tiene oídos aun dentro de
estas paredes y nos odiamos cordialmente.
En cuanto el señor Balboa haga los arreglos del caso, os embarcareis en
Sevilla, rumbo a las Indias.
--¿A la Nueva España alteza?
--Oui. Un lugar que llaman Veracruz. Antes de partir se os darán nuevas
instrucciones. Todo lo que había planeado el desafortunado abad Cirilo se ha
venido abajo.
La mujer toco una campanilla y Balboa
se presento con sus mozalbetes. Me
despedí haciendo una caravana ante la reina.
Y esta me vio con una sonrisa burlona, igual a la de su tío el tal Luis.
Esa noche en una taberna en un barrio
de mala muerte de Sevilla un cirujano maldecía escarbando en el costado de un
hombre.
--¡Hideputa! –maldijo Xiucoatl.
Aramis contemplaba la escena sin decir palabra. Tenía un vendaje en una pierna y estaba muy pálido,
como el que ha perdido sangre.
--Maldita vida esta de las armas –murmuro Aramis.
--¡Ah! Siento ya el plomo –sonrió
el cirujano.
--¿Y que diablos esperáis?
¡Sacadlo carajos! –gimió Xiucoatl.
Luego el hombre maldijo en su lengua.
El cirujano extrajo lentamente la bala y la mostro triunfante a la pálida luz de las
velas. Luego derramo abundante alcohol
sobre la herida e hizo unas suturas con poco arte.
--¿Vivirá? –pregunto el jesuita.
--¡Diablos si sabré! –escupió el cirujano--. Viene la fiebre. Pero es muy correoso. Tal vez la parca no lo jale.
Aramis le avento una bolsa.
--¡Largaos! Y sabed que si
vais con los alguaciles sois hombre muerto.
El cirujano se apresto a escabullirse.
Los ojos de Xiucoatl brillaban intensamente.
--Es inútil señor Aramis.
Ya oi al tecolote. Os pediré una
venia.
--Hablad.
--Juntad mis cenizas y llevadlas a mi tierra. No quiero que queden en este maldito lugar, ¿entendéis?
--¿Por qué debo de ser tan magnánimo con vos?
--Vos servís al papa, ¿correcto?
--Oui.
--Entonces escuchad. Si me prometéis
que haréis mi última voluntad os revelare un secreto que la iglesia ansia
conocer.
--Os lo juro.
--No, no quiero el juramento de un jesuita. Sé que habéis sido mosquetero del rey. Jurad
como tal.
Aramis maldijo quedamente y sacudió la cabeza.
--Sea, lo juro por mi honor de mosquetero que os llevare vuestras
cenizas a la Nueva España si hasta allá llego.
--Sea. Con eso me
conformo. No tengo mucho tiempo ya.
--Entonces hablad.
--Dadme un trago de ron primero…
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