Ciudad de Méjico - 1683
A una distancia prudente de la casona los dos caballeros águila que mando don Raúl, José y Antonio, contemplaban las idas y venidas de la ronda.
--Calculo unos cinco minutos entre sus vueltas, --afirmo Antonio--. Son siempre cinco y traen mosquetes y toledanas.
--Cinco minutos serán suficientes, si nos movemos con presteza, --respondió José--. Todo es cuestión de subirse al ahuehuete y saltar la tapia.
--Id por delante, yo os seguiré, --contesto Antonio sosteniendo su pesada macana.
Ahora bien, estimado lector, os podría contar una historia llena de lances, irremediablemente fútiles y en que los dos jóvenes serian sacrificados. ¿Cómo os apetecería la historia? Tal vez imaginaos entonces que estos dos jóvenes se batieron heroicamente, tal vez logrando matar al tal Núñez o al sosteniente Torres y todos sus hombres y así asegurando el secreto del toltecayototl. Mas tales patrañas no me apetecen hilvanar. Verán, en el camino Antonio había meditado muy bien lo que iba a pasar. José, hijo de don Raúl, no vacilaría en buscar la muerte con tal de cumplir su misión. Antonio tomo entonces una decisión que tal vez no aplaudirá vuecencia pero que espero comprenderá.
De ahí que, en cuanto José se adelanto unos pasos rumbo al ahuehuete, Antonio no tuvo empacho en darle tremendo macanazo a su compañero. El golpe, brutal, lo dejo aparentemente muerto. Hecho esto, Antonio lo jalo por los pies y lo dejo en un callejón cercano. A continuación, Antonio “se pelo” y no tendremos mas menesteres con este fulano.
A unas cuadras, su señoría el inquisidor Montoya también había tenido un cambio de parecer. ¿De que serviría ir a avisarle al arzobispo que tenia una pista sobre la localización de la hermandad blanca? Aguiar probablemente lo maldeciría y lo sacaría a patadas del arzobispado y tal vez ahí mismo lo haría arrestar y embarcar rumbo a un leprosorio en las Marianas.
La idea de andar cambiando los vendajes de los leprosos hizo que Montoya temblara. Ordeno a su cochero que lo llevara de inmediato a su casa. Le urgía interrogar al tal Núñez. Era su ultima esperanza. Y ciertamente no iba a dejar al prisionero en mano de un imbécil como el sosteniente Torres.
Nuestro amigo el sosteniente era el tipo de hideputa mas peligroso que existe: tenia iniciativa. Fue de él la idea de sacar al prisionero del Santo Oficio. Fue él el que había convencido a Montoya que la lealtad del personal de la Inquisición no era de confiar. Y ahora era él el que revisaba todos los puntos de la casona del Inquisidor indicando donde deberían de aprestarse sus hombres. La verdad es que, aun si Antonio y José hubieran penetrado al patio de la casona no hubieran dudado mucho tiempo sin ser descubiertos y ajusticiados.
Torres ahora se aprestaba calentando “los fierros” con que se iba a llevar a cabo el interrogatorio.
Por lo que toca a Núñez, este contemplaba los preparativos con ojos desorbitados.
--¡Le juro patroncito que no se nada!
--En cuanto venga el patrón comenzamos y nos vas a confesar todo, hasta admitirás que traicionaste a Cristo.
--¡Patrón! ¡Tengo mujer e hijos! ¡Siempre doy el diezmo!
--Ah, y encima sois un pendejo. Callaos y deja de estar chingando o os va a ir peor.
Ante esta amenaza Núñez hizo esfuerzos heroicos para no hablar mas. Tan solo sollozaba quedamente.
Montoya se apersono y examino cuidadosamente los instrumentos.
--Patrón, --dijo Torres descubriéndose--, todo esta listo. Usted nomas ordene.
--¿Este es el prisionero?
--Si patrón.
Montoya se le acerco y lo contemplo unos momentos.
--Hijo mio, mas os vale que confeséis.
--¡Pa-patron! ¡Le juro que no se nada!
--¡O sancta simplicitas! --respondió quedamente Montoya alzando los ojos--. Sois terco. Torres, comenzad.
--Con mucho gusto patroncito. Me asegurare de no derramar sangre.
--Podéis hacerlo si os apetece. No estamos en el santo oficio. Sus reglas no se aplican. Mas, sin embargo, si se os muere os garantizo que ocupareis su lugar. ¿Entendéis?
Torres palideció.
--No se preocupe patroncito, me iré con tiento. No dejare que se me muera el infeliz.
Dicho esto Montoya salió del recinto y se fue a su despacho y se sirvió un vaso de Rioja. No tardaron los alaridos de Núñez en llegar a sus oídos.
Después de un par de horas Montoya regreso a la sala del interrogatorio.
--¿Y bien? ¿Hablo?
Torres se veía preocupado.
--Me confeso donde estaba el tesoro de Cuauhtemoc. También admitió que Judas era su compadre y que le compartió de las treinta monedas. Y además admite culpa por esparcir el chahuistle en las milpas.
--¡Sois un imbécil!
Mientras tanto, Núñez, se había desfallecido. El preso estaba cubierto en sudor y múltiples llagas se observaban en sus miembros. Era evidente que había vaciado sus intestinos y su vejiga.
--Despertadlo, --ordeno Montoya.
Un cubetazo de agua revivió al infeliz preso.
Algo había leído Montoya sobre la idea de los orientales del Ying y el Yang. Pensó que tal vez habría un contraparte en los menesteres de hacer interrogatorios. El preso ya había visto la crueldad del Ying. Bien, ¿y si ahora viera la dulzura del Yang?
--Hijo mio, no sabéis cuanto me duele el estado en que os encontráis –dijo Montoya limpiándole la cara a Núñez con un trapo--. Creedme, sufro aun mas que vos al tener que ordenar vuestro suplicio.
Esa afirmación, por lo ridícula, termino de reavivar a Núñez.
Montoya le paso un tarro con vino y le hablo con dulzura paternal.
--Tomad, hijo mio, aun nuestro señor Jesucristo recibió una bebida de los romanos durante su sacrificio.
--Patrón, por mi alma no se nada sobre esa Hermandad Blanca. Tampoco conozco a los romanos, solo se de unos tlaxcaltecas que no son gente de fiar. Con gusto le diré todo sobre ellos.
--No me interesa saber de los tlaxcaltecas.
--Créame, patrón, si supiera entonces de los romanos se lo contaba. Creo que hay unos por el rumbo de Cuautitlan. Tienen una pulquería.
Montoya sacudió la cabeza. Estaba a punto de ordenar despellejar al preso. Pero controlo su impaciencia. El inquisidor ordeno traer un sillón y sentó frente al preso.
--Bien, recopilemos. ¿Habéis venido de Texcoco en un tren de arrieros, verdad?
--Así es patrón. El sosteniente me detuvo en el reten llegando a la ciudad de Méjico.
Núñez respiraba con dificultad pero prefería mil veces hablar con Montoya que sufrir el “interrogatorio” de Torres.
--Tened mas vino –dijo Montoya haciendo un ademan a Torres que le acerco el tarro a los labios del preso--. Intuyo que queréis cooperar con la santa madre iglesia. Si lo hacéis, os aseguro que no sufriréis mas.
--No sea tan terco, don Domitilo –le aconsejo Torres--. El patroncito será rete buena gente con usted pero pos nomas coopere.
--Bien, continuemos. ¿Esos monjes juaninos decís que se veían sospechosos?
--Eso note, patrón –contesto Núñez--. Nos tardo varios días llegar desde Texcoco. Pero no hablaban mucho con nosotros. Cuando les buscábamos platica se cerraban luego luego.
--¿Y notasteis que traían documentos?
--En un momento se cayo una de las cajas que traían y se derramo el contenido. Ya vide vuecencia que los caminos están rete malos. El caso es que pusieron el grito en el cielo y se escandalizaron. Yo y otros de la caravana nos acercamos a ayudarlos pero no nos dejaron acercarnos. Pero si alcance a ver que traían unos papeles viejos con dibujitos.
Montoya extrajo el documento que había sustraído de la sala de recibir de Sor Juana.
--¿Algo así?
--Creo que si, patrón.
--¿Me estáis mintiendo, hijo mio? Los monjes no fueron detenidos en el reten.
--El patrón esta en lo correcto –sostuvo Torres--. No vimos ningunos monjes.
--Dejaron la caravana unas leguas antes, en la desviación. Nosotros íbamos a la Villa. Es mas, fue de las pocas veces que hable con el que parecía ser su líder.
--¿Ah si?
--Es que no conocía el camino, patrón. Quería saber que rumbo tomar. Le juro por los huesos de mi madre que así fue, patrón.
--¿Y le dijisteis que rumbo tomar?
Esto causo un vuelco en el corazón de Núñez.
--Pues si, patrón, después de todo era monje --se apresuró a decir Núñez a manera de justificación--. Les dije que siguieran por la calzada y eventualmente verían las torres de catedral y que las siguieran.
--Ah, ¿iban a catedral?
--Ay patrón, pos no se. Solo sé que el hombre quería ir a un lugar cerca de esta.
--Continuad.
--Pos me pregunto si conocía la calle de La Moneda. Le dije que si, que estaba ahí cerquita de catedral y que ya llegando al centro lo orientarían.
Montoya y Torres intercambiaron miradas.
Una hora después Núñez fue sacado bruscamente de la casona y tirado a medio camino.
--Daos de santo que el patrón esta de buenas –le dijo el sosteniente Torres aventándole una bolsa con plata--. No digáis una palabra de lo que habéis visto aquí. Mis hombres y yo ya os conocemos la cara, Núñez, si os vemos aquí en la ciudad os ira mal, muy mal.
Núñez tomo el consejo fielmente. Recogió la bolsa y se fue cojeando y desaparece de nuestra historia.
A continuación Torres se presento en el despacho de Montoya. Este le sonrió y le alargo un tarro con vino.
--Sordenes patrón.
--Habéis hecho bien. Decidme, ¿Cuántos hombres tenéis ahora?
--Son ochenta, patrón.
--Reclutad cien mas. Tened esta bolsa. Instalad retenes en todos los caminos que parten de la ciudad. Si alguien os increpa decidles que actuáis en nombre del santo oficio, ¿entendéis? No quiero que esos monjes salgan de la capital.
--Despreocúpese patrón, así lo hare.
--Aprestad una docena de vuestros hombres. Que sean los mas bragados y fieles con que contáis. Aseguraos que estén bien armados. Buscad una carreta y en cuanto estéis preparados avisadme.
--¿Vamos a la calle de la Moneda?
--Lo mas pronto posible, si, a la yerberia.
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