“Con el fin de que todos seamos uniformes en nuestras creencias…si la Iglesia define que algo es negro, aun si a nuestros ojos aparece blanco, nosotros de igual manera lo reconoceremos como negro…” – Regla 13 de “Las Reglas para Pensar de Acuerdo a lo que Dicta la Santa Madre Iglesia” de San Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas.
Roma - en los días en que el moro regresaba a España.
El General de los Jesuitas, el llamado “papa negro”, Charles de Noyelles, se persigno antes de tocar en las habitaciones del papa.
--Nos encontramos, Giacopo –le dijo de Noyelles a su secretario, un joven sacerdote jesuita--, entre Scylla y Charibdis. Por una parte nuestro voto de obediencia a su santidad nos obliga a ser sus mas fieles soldados. Y por otra parte su alteza real, Luis XIV, insiste en la supremacía de la corona en tierras de Francia. Me temo que la Compañía acaba mal sirviendo a ambos señores. El papa me ha convocado con urgencia. Bien puede ser que hoy Su Santidad me ordene ajusticiar.
--Rezare por su señoria –contesto Giacopo en voz queda.
--Tal haced. Convertiros en una sombra y vigilad. Si me veis salir escoltado por los suizos y en grilletes haceos escaso y dad alerta a la orden.
De Noyelles fue escoltado con prontitud ante Su Santidad. El jesuita se hinco y beso el anillo que le extendió el papa.
El sucesor de San Pedro se llamaba Inocencio XI. Era un hombre sesenton, nativo de Como, y, a diferencia de sus antecesores del renacimiento, escaso de carnes y sobrio.
El papa miro suspicaz al jesuita.
--¿En que puedo servir a Su Santidad?
--Estais muy palido, de Noyelles –dijo sonriendo Inocencio--. ¿Quereis un vaso de vino?
Sin esperar respuesta el papa mismo lleno dos pesadas copas de plata con un vino tinto. De Noyelles tomo el vaso que el papa le paso sin tratar de dar mostrar su recelo. No hubiera sido la primera vez en que el veneno se utilizaría en el vaticano para deshacerse de alguien.
--Gracias, Su Santidad –dijo de Noyelles bebiendo un sorbo (y murmurando una plegaria). Inocencio XI lo vio fijamente mientras se lo tomaba, cosa que helo la sangre de De Noyelles.
--Decidme, De Noyelles, ¿Qué diablos se cree Luis XIV? ¿Habeis leído su edicto?
--¿La Declaration du Clergé de France? Si, Su Santidad.
El papa hizo una señal de fastidio.
--¿Qué carajos cree que esta haciendo ese fulano? ¿Habeis leído sus argumentos?
--Si. Insiste en limitar el poder de Su Santidad, aun sobre los obispos de Francia.
--Estoy meditando excomulgarlo –dijo con voz amenazante Inocencio.
--Su Santidad, es mi deber advertiros de los peligros latentes de tal acción. Luis bien buscaría igualar a Enrique VIII.
--¿Crear un cisma y fundar una Iglesia de Francia como la Inglesa?
--Es muy posible. Su alteza es un hombre caprichudo y muy celoso de sus prerrogativas.
--¿Y cuales serian esas? ¡Yo soy el sucesor de San Pedro, vive Dios!
--El origen de todo este embrollo, Su Santidad –explico De Noyelles con voz tremula--, es por culpa de los poderes que vuestros antecesores dieron a Carlomagno y sus sucesores. Según las crónicas en esos tiempos los nobles de Francia se adjudicaban los obispados y otros beneficios entre si, tomandolos a fuerza a punta de la espada a veces. Poca fuerza tenían entonces los papas para hacer valer la voluntad del papa en Francia pues esta era una tierra salvaje, llenas de las ruinas que había dejado Roma, y estos nobles apenas eran civilizados. De ahí que vuestros antecesores hicieran todo lo posible para fortalecer el poder de los reyes pues estos eran entonces sumisos con Roma.
--¡Pero, carajos, ya no estamos en tiempos de los barbaros! –maldijo Inocencio.
--No, Su Santidad, pero me temo que tampoco Luis XIV es un rey como los de entonces, que temian mas un anatema papal que una horda de hunos.
--Bien, y, a todo esto, ¿Qué puede hacer la Compañía para apuntalar el poco poder que me queda ahí?
--He estado en continua comunicación con Pere de la Chaise, un miembro de la compañía que tiene excelentes dotes diplomaticas. Este esta tratando de moderar las exigencias de Luis.
--¿Solo eso? ¿Y no es de la Chaise francés? ¿Qué tanta fidelidad le tiene a su soberano y que tanta a la iglesia?
--Su Santidad, yo meto la mano al fuego por el señor de la Chaise y por cualquiera de mis hombres. Su Santidad sabe que somos los mas fieles soldados de vuecencia. Ordene Su Santidad y con gusto nos haríamos matar por Roma y por su obispo.
--Bien, de Noyelles, veremos entonces. Por otra parte, en realidad no tengo queja de vuestros servicios.
--Estoy a su disposición Su Santidad –contesto de Noyelles con algo de alivio (si hubiera sido envenenado ya estaría muerto).
--Os llame también por el asunto este del gioco. He leído con atención los documentos que vuestro agente extrajo en Basilea. Muy hábil ha de ser este señor de Aramis.
--En efecto, Su Santidad, es tal vez el mejor de mis agentes. Fue en su juventud un mosquetero del rey. Pero ahora su fidelida a la Compañía de Jesus esta por encima de su lealtad al rey. Ha recibido el encargo de eliminar al correo que mando Luis XIV.
--Ah, muy bien –sonrio Inocencio--. Pero, decidme, de Noyelles, ¿leyó vuecencia el contenido de la información que este Aramis encontró en Basilea en casa del hereje Bernoulli?
--Someramente, Su Santidad.
--Me tome la libertad de consultar sobre el tema con Fray Venancio de Zamora. ¿Habeis oído de él?
De Noyelles palideció por un momento. Sabia de la desaparición de ese erudito de la Universidad de Roma. Se rumoraba que la Inquisicion lo había sujetado a tormentos.
--He oído de él, en efecto, Su Santidad. Franciscano, según recuerdo, y era maestro de astronomía en la Universidad de Roma.
--En efecto. La Inquisicion sospechaba que tendría que tendría menesteres con los Iluminados.
--¿Y tenia tales, Su Santidad? --se atrevió a preguntar De Noyelles.
--¡Diablos si sabre! –admitio Inocencio--. El infeliz estaba ya muy anciano y se murió durante el primer interrogatorio. Pero el caso es que antes de entregarlo al santo oficio lo hice llamar y lo consulte sobre lo que menciona Bernoulli. Creo que ustedes los jesuitas no tienen idea de la peligrosidad de la amenaza que nos acecha.
--Perdon, ¿su señoria? –pregunto con incredulidad De Noyelles.
--Mi querido De Noyelles, ¿Qué tanto sabeis de la filosofía natural, de las ciencias de las estrellas?
--No mucho, Su Santidad, lo admito. Mi entrenamiento fue en la ley canonica.
--Yo provengo de una familia de banqueros. Tengo cierta tendencia y facilidad por los números. ¿Sabeis del modelo de Ptolomeo?
--Explica el movimiento de los planetas alrededor del sol.
--En efecto, tal hace, pero de manera imperfecta. Lo cual es bueno.
--Su Santidad me confunde –admitio De Noyelles.
--Miradlo de esta manera, De Noyelles, si los hombres pudieran explicar y predecir el movimiento de los planetas, ¿adonde quedaría Dios? ¿Y que seguiría después de entender la mecánica de los cielos? Vamos, hombre, ¿para que necesitarían los hombres la fe? La verdad es que el modelo ptolemaico, con sus errores, permite mostrar a los hombres que no, no pueden conocer enteramente los designios de Dios. Claro, para explicarlos, pues estamos nosotros. Pero Bernoulli menciona una mujer que él llama Hypatia que vive en la Nueva España y que aparentemente esta a un paso de probar la validez del modelo del hereje Kepler. Si tal ocurre, el modelo de Ptolomeo no será ya aceptado. Y me temo que los hombres se ensoberberan y pensaran que pueden entender los designios y menesteres del santísimo tan solo a través de la observación, la lógica, y las matematicas, sin recurrir a la fe. ¿Entendeis?
De Noyelles se persigno.
--Y resulta muy conveniente que Luis haya mandado un correo precisamente a la Nueva España, donde ese peligro se esta cocinando –continuo Inocencio--. Y la correspondencia de Bernoulli con von Tschirnhaus demuestra que ese correo tiene la misión de traer la prueba que forja esta Hypatia a Europa. Si el imbécil de Luis no hubiera convocado un gioco no tendríamos manera de saber de la existencia de este correo.
--¿Qué podemos hacer Su Santidad?
--Escuchad. Me temo que el nombre de esta Hypatia no se encuentra en los documentos que Aramis extrajo de Bernouilli. A toda costa, vuestro agente debe de eliminar al correo, si. Pero eso no es todo. Por el bien de la santa madre iglesia y por la preservación de la fe, vuestro hombre Aramis debe de llegar hasta la Nueva España y eliminar a esta mujer que es un peligro para Roma. A toda costa, ¿entendeis De Noyelles? Nada importa mas que esto. Ni siquiera mis disputas con Luis XIV se comparan. Insisto, De Noyelles, no hay trabajo mas importante para la compañía de Jesus que identificar y eliminar a la tal Hypatia.
--Entiendo, Su Santidad. Creo que el santísimo protege a la santa madre iglesia. El arzobispo de la Nueva España, Aguiar, es jesuita también. Me asegurare que le facilite todos los medios posibles a Aramis para eliminar a esa mujer maldita, quien quiera que sea.
--Haced tal, De Noyelles, y no fracaseis, os lo advierto.
Minutos después De Noyelles salió de los aposentos del papa. Su mente ardia urdiendo planes. Su secretario, Giacopo, se materializo de entre las sombras y se le aproximo.
--¿Esta bien su señoria?
--¡No discutáis! ¡Seguidme! –ordeno De Noyelles.
El general de los Jesuitas y su secretario entraron en una de las oficinas de la Compañía en el vaticano. Ahí De Noyelles pidió papel y pluma y escribió rápidamente una carta que sello con cera. Luego De Noyelles le proporciono a Giacopo una bolsa pesada.
--Tened esto y estos documentos que os acreditan como mi enviado. Idos de inmediato a Napoles. Comandad una de las galeras que ahí tiene la Compañía y dirigiros con toda premura a Barcelona. Decidle al capitán que azote a los galeotes sin misericordia. Yo lo remunare por los muertos. Buscad a Aramis en Madrid y entregadle esta carta.
Al dia siguiente, en la madrugada, una galera de la Compañía de Jesus levanto anclas en la bahía de Napoles y se dirigió a occidente.
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