Saturday, July 9, 2011

LII. La Partida del Moro

Del libro de Pedro de Santa Cruz, donde hay otro San Quintin en una venta, sobresaltos propios de este tipo de historias.

Me encontraba yo en el patio de las barracas de los mosqueteros preparándome para el viaje. Mis alforjas colgaban de mi yegua. Dentro de estas se encontraban varias bolsas con plata que von Tschirnhaus me había proporcionado. D’Artagnan y Porthos me veían burlonamente.

--Bien, parece que el rey os dio una misión.

--Ciertamente no queremos saber de qué se trata --dijo Porthos a su lado--.  Le tenemos mucho amor al pellejo.

--Os agradezco las lecciones de esgrima, señores --les dije a los mosqueteros--.  En efecto, tengo que partir y no puedo deciros adónde voy.

--En efecto, así son estos menesteres. ¿Me aceptareis un consejo? -pregunto D’Artagnan.

--Viniendo de usted, definitivamente, capitán D’ Artagnan.

--Primero, sabed que el rey tiene enemigos --explicó Artagnan.

--Muchos --coreo Porthos.

--En efecto. Vuestra salida será reportada. Asumid que os seguirán. Es lo más conveniente.

--Entiendo mi capitán.

--Segundo, buscaros un criado. No es correcto embarcar en estas misiones si no se cuenta con un criado --explicó D’Artagnan.

--Así no tendréis que cuidar de los caballos y os podéis avocar a estar más vigilante --dijo Porthos.

A pesar de tener fama de tacaño, Luis XIV me había dotado con buena plata, suficiente para contratar un criado.

--Pero, si contrato a un criado, ¿no me ira este a traicionar?

--En efecto Santa Cruz --aclaró D’Artagnan--.  El requisito indispensable del criado en este tipo de misiones es la fidelidad. Tendréis que usar vuestro juicio para escoger uno que os será fiel.

--Por otra parte no necesitáis que sea muy inteligente –añadió Porthos--.  Pero tampoco busquéis a un imbécil.

Me subí a mi yegua.

--¡Sea! Señores, gracias una vez más. ¡Ojala nos volvamos a ver!

--¡Lo dudo señor Santa Cruz pero buena suerte! --contestaron los mosqueteros.

Salí de Paris, tomando el camino al sur, a Gasconia y de ahí rumbo a España, el mismo camino que, según me había contado D’Artagnan, él años antes había tomado siendo entonces un joven gascón montado en un jumento amarillo y portando una carta para el señor de Treville.

A la salida de la ciudad había un carruaje detenido por ninguna razón aparente. Varios criados se habían apeado y un fulano con pinta de gentilhombre hablaba con una persona dentro del carruaje. Junto a él había un hombrecillo moreno y rechoncho que inicialmente pensaba era un tártaro pero que luego reconocería como un nativo de las Américas. Al pasar yo junto vide adentro a una mujer rubia con ojos grises, guapísima. Me descubrí como se acostumbraba en esos tiempos. La mujer me sonrió. El gentilhombre junto a ella, un hombrón de barba cerrada me hizo una pequeña caravana. Al alejarme sentí, sin embargo, sus miradas sobre de mi.

A la tercera noche fue que intentaron asesinarme en la posada donde pernocte.  A propósito había pedido un cuarto con una ventana de donde se veían las caballerizas. Había cenado en el cuarto común y me dirigía a mi aposento cuando dos figuras fornidas se plantaron frente a mí en el corredor.

--Bien, acabemos señores --dije sosteniendo la bujía que portaba en alto mientras sacaba mi espada.

Los dos fulanos se abalanzaron sobre mí con las espadas desenvainadas. Por la manera en que se movían era evidente que eran tan solo unos matarifes acostumbrados a robar las bolsas de los ancianos. El primero solito se ensarto en mi espada y cayó pesadamente a mis pies sin decir ni una palabra. El segundo titubeo al ver a su compañero morir. Esto fue suficiente para que lo hiriera yo en el brazo y dejara caer su sable. Estaba completamente a mi merced.

--¿Quien os mandó? --le pregunte.

--Milady --dijo el hombre. Me veía con los ojos desorbitados--. ¡Soy hombre muerto si os digo más!

--¡Sois hombre muerto si no me decís más --le explique.

Lo lleve a empujones hasta uno de los balcones donde le podía ver la cara a la luz de la luna. El hombre estaba pálido y podía oler su miedo. Le planté la punta de mi espada en su garganta.

--¿Quien es esta milady?

--Milady… 

El hombre no dijo más. De pronto dio un grito de dolor.  Su ojos casi se salían de sus orbitas. Note que un dardo se le había clavado en la base del cráneo. El hombre empezó a echar espuma por la boca y cayó de rodillas frente a mi convulsionándose. Entre las sombras divisé al hombrecillo que había visto antes. Sostenía frente a su boca una especie de tubo. Instintivamente supe que lo había usado para lanzar el dardo fatal y supe que tenía que guarecerme. Apenas lo hice y vi como un dardo se clavaba en el dintel del balcón, cerca de mi testa. Recogí el dardo teniendo cuidado de no herirme. La punta estaba impregnada con una substancia aceitosa y tenía un olor algo fuerte. Me regrese apresuradamente a mi cuarto y me encerré a piedra y lodo a esperar el alba.

En la madrugada se oyeron gritos y juramentos. Los cuerpos de los matarifes habían sido descubiertos. Ya siendo de día me baje al cuarto común. El posadero había hecho llamar al alguacil de la localidad y este se había presentado con sus hombres. Estaban interrogando a todos los huéspedes. Los cuerpos de los dos matarifes estaban expuestos sobre unas mesas.

--¿Y vos quien sois? --me preguntó el alguacil.

Por toda respuesta le extendí una carta que me habían proporcionado:

A quien corresponda:

El caballero de Santa Cruz está a mi servicio. Si ha hecho lo que haya hecho lo hizo cumpliendo mis órdenes.

Luis XIV

--Bien, idos pues --dijo el alguacil sacudiendo su cabeza.

Un criado me trajo mi yegua. El patio de la posada hervía de alguaciles lo cual fue afortunado. Enfrente de la posada se encontraba el hombrón de barba cerrada y el hombrecillo con aspecto de tártaro. Era evidente que se encontraban frustrados pues no iban a poder echárseme encima. El hombrón me veía con odio no disimulado mientras que el hombrecillo tenía una sonrisa burlona. Espolie a mi yegua y me dirigí al sur. A unas leguas de la posada escondí mi yegua y espere. En efecto, pronto se apareció el carruaje y alcance a ver dentro de este al hombrón y a la mujer rubia. El hombrecillo “tártaro” seguía al carruaje montado en una mula.

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