Saturday, July 30, 2011

XXXI La Hermandad Blanca

Donde se atestigua la milagrosa cura de un derrame cerebral que sufrió el primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza.

Ciudad de Méjico – 1682

El Inquisidor Montoya salió de la misa en la catedral.  Ante el se abría la amplia plaza principal de la ciudad.  Se dirigió rumbo a la calle de la Moneda.

Pronto diviso su objetivo.  Un letrero escrito en letra infantil anunciaba “La Hermandad Blanca – Hierbas y Curandería”

El establecimiento era lóbrego.  Varios indígenas hablaban calladamente en nahuatl o mexicano con una mujer madura que despachaba.  Cuando los clientes se percataron de Montoya se hicieron escasos.  Y es que Montoya venia engalanado con su vistoso traje blanco y negro de dominico.  Y la reputación de los perros de Dios era bien conocida.

--¿En qué le puedo servir su señoría? –pregunto la mujer.

Montoya extendió su anillo y la mujer lo beso con prestancia.

--¿Tenéis algo para las migrañas?

La verdad es que últimamente, tal vez por el cambio de dieta, Montoya había estado sufriendo de migrañas espantosas.

--Le puedo preparar un té para quitársela.

--¿Qué tendría ese te?—

--Diversas hierbas que recojo en el monte.  Nada fuerte pero si muy efectivo.  Póngale tantito jugo de savila para que no se le altere el estomago.

--¿Tenéis eso que llamáis savila aquí?

--Si patrón –dijo la mujer poniendo una hoja que parecía de maguey frente a el.

--Bien, hacedme el té por favor.

La mujer se retiro a una habitación interior.  Un muchacho como de 17 anos la reemplazo.  Por los rasgos de este, Montoya adivino que era lo que los mejicanos llamaban un “chenchito” o sea, era minusválido.

Montoya se puso a inspeccionar el tendajo.  Había barriles llenos de diversas hierbas olorosas.  Cueros de víbora colgaban de ganchos.  Varios pomos contenían sapos, ranas, e insectos conservados en alcohol.  Y por supuesto una imagen de la virgen de Guadalupe con una veladora adornaba una pared.

--¿Cómo os llamáis hijo? –le pregunto Montoya al jovencito.  Por toda respuesta recibió un gruñido.

Un indígena ya maduro, de bigote cano, y nariz recia entro.  Montoya lo observo con cuidado.  El hombre de pronto se percato de la presencia de Montoya y de inmediato se dio media vuelta.

Montoya reacciono.  Años de trabajar en el Santo Oficio le había dado un fino instinto para identificar a los culpables.

--¡Deteneos! –grito Montoya yéndose tras el fulano.

Este agarro a correr por la calle de la Moneda.

--¡Detened ese hombre en el nombre del rey! –grito Montoya.

Unos alabarderos que estaban en una fonda cercana lo oyeron y se abalanzaron tras el fulano.

--Patrón, aquí están sus polvos –le indico la mujer que había regresado al despacho.

--¿Conocéis a ese hombre?

--¿Cuál, patrón?  Yo no vide nada.

--Y tu –dijo Montoya apuntando al jovencito que lo contemplaba asustado-- ¿lo conocéis?

--El Ruiseñor no puede hablar su señoría.  Y además esta chenchito –protesto la mujer.

--¿Es vuestro hijo?

--Si.  Me lo entregaron de chiquito y lo he cuidado todos estos años.

--Se nos pelo, patrón –dijo un alabardero presentándose ante Montoya.

--¡Diantres!  ¿Le visteis la cara?

--Pos no patrón –admitió el alabardero--.  Más bien el nos la vio.

--¿El fugitivo os observo la cara pero vos no visteis sus facciones?

--No patrón –dijo el alabardero con algo de nerviosismo pues había reconocido al inquisidor mayor—quería decir que se nos escapo sin dejar rastro.

--¡Diantres!

Luego Montoya se volteo a ver a la mujer.

--¿Vos sois la que llaman doña Xochitl?

--Para servirle patrón.

--Decidme, ¿Por qué se llama asi este establecimiento?

--Ah, ¿lo de “La Hermandad Blanca”?  Pos no sé, patrón.  Vera, yo entre de aprendiz de doña Licha, que en paz descanse, siendo muy niña.  Y desde entonces ya se llamaba así.

Montoya suspiro.  Conocía bien que cuando el santo oficio comenzaba a preguntar sobre algún menester se propagaba una curiosa enfermedad que borraba todo conocimiento de los interrogados.

--¿Es muy antiguo este lugar?

--Pos sí.  Todavía de chamaca tenían en esa pared un testimonio escrito del puño del mismo virrey Mendoza dando las gracias por haberle curado de una apoplejía dos curanderos de “La Hermandad Blanca”[1].

Montoya recordó que Antonio de Mendoza había sido el primer virrey.  Obviamente el establecimiento este existía desde la conquista, tal vez desde antes.

--¿Y quién es el dueño de este establecimiento?

--Pos yo –admitió la mujer--.  Doña Licha me lo heredo.

--¿No tenéis aprendices?

--A ratos, patrón, pero ahorita no.  Muchos de los curanderos de por aquí yo los entrene.

--¿Conocéis a Tomas Domínguez?

--¡No! –se apresuro a decir la mujer.

Habéis contestado muy de inmediato, pensó Montoya.  Ni siquiera habéis titubeado un momento para recordar el nombre.  Vos conocéis, se dijo, a Domínguez.

--¿No conocéis a Tomas Domínguez?  Pero si tengo entendido que el era curandero y se surtía aquí.

--Llega mucha gente aquí, patroncito.

Montoya podía ver una gota de sudor en la frente de la mujer.

--¿Sois buena católica?

La pregunta, viniendo de un dominico que también era el inquisidor mayor, era peligrosa.

--¡Si-si! –tartamudeo la mujer--.  Es-es más, voy a misa a diario. 

--¡Ja! –dijo con sorna Montoya---.  ¿Cómo se si no sois bruja?

--Soy curandera, patrón, por esta cruz.  Mire, pregunte por mí en palacio.  La virreina, doña María Luisa, Dios la proteja, sufre de reglas muy pesadas y calambres.  Yo le di unos brebajes para que no sufra tanto con la luna.

Montoya suspiro.  Evidentemente la mujer no era imbécil.  Le estaba advirtiendo que era conocida en palacio y que tenía lo que los mejicanos llamaban “palancas”.  Podía ser un albur, pensó Montoya, pero por ahora debo irme con tiento.

--Entonces, ¿su muchacho no habla?  ¿Por qué le dicen entonces El Ruiseñor?

--Pos Diosito no quiso que hablara.  Pero si canta, por eso le decimos el Ruiseñor.  Aunque lo bautice Guadalupe, en honor a la virgen.  A ver, Lupito, cántale el tocotín al patrón.

Y eso fue precisamente lo que hizo el muchacho.  Montoya había oído los coros papales en Roma.  Pero la voz que oyó sobrepasaba en dulcera y potencia a cualquier otra voz que jamás había oído.

--¡Ave María Purísima! –dijo asombrado Montoya.

--Y eso que ya le cambio la voz –apunto dona Xochitl con orgullo.

--¿No considerasteis caparlo?

--Me lo sugirieron pero su maestra se opuso.

--¿Quién es su maestra?

--Sor Juana, en el convento de las jerónimas.  Es más, ella compuso el tocotín y le puso la letra.

--¿Sor Juana?

--Lupito va a recibir clases ahí.  Sor Juana dice que si la voz se le sigue bajando Lupito va a ser un tenor extraordinario.  Sor Juana ya me consiguió una cita con el arzobispo don Francisco de Aguiar para que le cante Lupito.  Ella quiere que lo oiga pues piensa que mi niño podría llegar a ser el cantor principal en catedral.

Montoya vio con admiración a la mujer.  No solo me estáis diciendo que se os conoce en palacio sino que también tenéis influencia con el arzobispo, pensó.

--¿Y decís que esta Sor Juana compuso la música y la letra?

--Si patrón.  Ha escrito muchos villancicos y canticos. 

--Ah.  ¿Esta Sor Juana es vuestro cliente?

--Bueno, casi todos los conventos lo son.  Sor Juana de vez en cuando viene aquí.

--¿Cómo?  ¿No está enclaustrada?

--Una vez me dijo que tiene dispensa para salir cuando se requiera porque lleva los dineros del convento y tiene que ir a cobrar las rentas o lidiar con los contratistas y proveedores.  Además, sirve para que le vea lo de sus muelas.

--¿Las muelas? –Montoya no estaba seguro si la mujer estaba usando un modismo mejicano.

--Tiene picaduras porque es muy dulcera.  Yo le receto hierbabuena para el dolor.

--¿Y esta sor Juana es compositora y maestra de canto?

--Si patrón.

La melodía se había grabado en la mente de Montoya.  Había algo intrigante acerca de esta.  La silbo quedamente.

--Esa melodía me recuerda por alguna razón al spiral mirabilus.

--El Nautilos.

--¿Qué dijisteis?

La mujer palideció.  La palabra se le había salido automáticamente.

--No dije nada patrón, me estaba aclarando la garganta.  Tengo catarro.

Mientes, pensó Montoya.  Entendisteis el nombre en latín de la espiral milagrosa.  Montoya suspiro.  Por ahora, concluyo, no podía tocar a esta mujer.

--¿Cuánto le debo por el té que me hizo?

--Dos reales, patrón.

Montoya salió a la calle de la Moneda y camino a lo largo de esta tarareando el tocotín.




[1] Don Antonio de Mendoza sufrió un ataque de apoplejía a fines de 1549 y se pensó que iba a morir.  Había quedado paralizado de medio cuerpo y sin habla.  Los médicos lo habían desahuciado.  La familia de don Antonio acudió a “dos curanderos indios”. Con unos supositorios preparados con yerbas provenientes de Cuernavaca, don Antonio volvió a caminar.  Después de que le salvaron la vida don Antonio extendió cédulas profesionales a los curanderos indígenas para ejercer la medicina.  Posteriormente don Antonio se fue como virrey a Perú. Estuvo allá casi tres años antes de que sufriera un segundo accidente vascular cerebral y se murió. 

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