Tuesday, July 19, 2011

XLII. Tlatelolco

Donde el Inquisidor Montoya pregunta sobre una cripta…


México – 1682

Era una mañana fría en el altiplano.  Al inquisidor Montoya le recordó algo el frio de Madrid.

--Por lo menos no hay nieve –dijo Montoya apretándose su abrigo.  Luego se subió a su carruaje mientras un mozo le abría la puerta.  El Osito y el Faisán seguían el carruaje montados en mulas.

La procesión se encamino al norte de la ciudad y cruzo varias acequias.  Por todos lados se veían ruinas.  La antigua ciudad indígena, era evidente, había sido mayor que la que los europeos habían construido.

Finalmente el carruaje se detuvo en un llano melancólico.  Habían montículos de ruinas a su alrededor.  Era evidente que había sido una gran plaza.  Una mísera iglesia se elevaba cerca.  El inquisidor y sus sicarios se apearon.  Montoya observo el paisaje.

--¿Esto es Tlatelolco?

--Si patrón –contesto el Faisán.

--Don Carlos de Sigüenza decía que aquí había un gran mercado.  Solo veo ruinas.

El Osito y el Faisán se encogieron de hombros.  Ellos no sabían nada de las antigüedades de la ciudad.  Montoya se dirigió a la iglesia seguido de sus sicarios.  Esta se asentaba sobre una plataforma que era obviamente una construcción indígena.  No había nadie dentro del templo.  El inquisidor se dirigió a la sacristía.  Ahí un cura anciano dormitaba.

--¿Sois el párroco? –pregunto Montoya mostrándole el anillo con el escudo del santo oficio.  Al ver este, el cura palideció y trato de espabilarse.

--Si su señoría, Jacinto Ordoñez para servirlo a usted, ¿Qué se le ofrece?

--El teocalli de los pochtecas, ¿Dónde se encontraba?

El hombre se rasco la barba.

--Pues creo que esta iglesia se hizo sobre sus ruinas, su señoría.

Montoya lo vio con escepticismo.

--¿Tenéis cripta aquí?

--Si su señoría.

--Dejadme verla.

Ordoñez los condujo por una escalera de piedra hacia un aposento subterráneo.  El Osito y el Faisán portaban antorchas.  Montoya observo con atención los muros.  Era evidente que la humedad había dañado el inmueble.

--¿Por qué se filtra el agua aquí?

--Es la laguna, su señoría, en tiempos de aguas trata de reclamar estas tierras.  Incluso atrás de la iglesia hay un manantial.  Bien, esta es la cripta.  Como ve todavía tenemos un par de nichos disponibles.  ¿Necesita su señoría albergar a un difunto?

Montoya no le contestó y tan solo observó los nichos con gran cuidado.  Algunas de las criptas tenían los escudos de nobles de Castilla.

--¿Y esa pared?  Parece tapiada.  --Montoya recorrió sus manos sobre esta.

--Así estaba cuando llegue aquí, hará unos veinte años –explico Ordoñez.

--A ver, señores –indico Montoya.

El Osito y el Faisán sacaron unos picos que traían en una bolsa y comenzaron a escarbar.  Era, en efecto, una pared falsa.  Sin embargo, un hilillo de agua empezó a brotar de esta.

Ordoñez observo todo con asombro.

--Por mi alma, su señoría, que no tenía la menor idea que esto estaba aquí.

--Callaos, imbécil –le dijo Montoya bruscamente—.  Si decís una palabra de lo que aquí he descubierto os hare emparedar en uno de los nichos, ¿entendéis?

--¡Si-si su señoría!

Finalmente el Osito y el Faisán descubrieron un pasadizo lóbrego.  Hilillos de agua brotaban de todas partes.  Montoya lo alumbro con una tea.

--Parece que todo está a punto de caerse, patrón –advirtió el Osito con voz trémula.

--¡Pamplinas!  ¡Alumbren y vayan por delante! –ordeno Montoya.

Ordoñez vio al inquisidor y sus sicarios desaparecer en las entrañas de la tierra.

Dos horas después Montoya concluyó que no podían seguir adelante.  El aire era fétido y olía a aguas negras.  Un derrumbe había sellado el túnel.  El agua les llegaba ya a las rodillas.

--Patrón, mejor regresamos –sugirió el Faisán.

Montoya maldijo quedamente y escudriño a su alrededor.

--Alumbren esa pared.  Déjenme ver bien. 

Montoya observo con cuidado.  Aparentemente había otra puerta tapiada.

--¡Rómpanla!

--Jijos, patrón, ¿y que si por ahí entra el lago?

--En tal caso nos iremos todos al infierno de una buena vez.  ¡Rómpanla, he dicho!

Tal era el terror que el Osito y el Faisán le tenían a su patrón que esto hicieron sin protestar mas.  La pared era, en efecto, otra puerta falsa.  Pero no, no entro de pronto una oleada de agua por ahí.  La apertura daba a una bodega llena de libros y unas barricas de vino.

--Ahí esta una salida –observo Montoya apuntando a unas escaleras. 

Montoya probó abrir la puerta y esta se abrió sin problema.  Los tres hombres emergieron en lo que era obviamente una librería.  Un fulano con pinta de judío los observo con asombro de detrás de un mostrador.

--¡Santo Dios!  ¿De donde habéis venido señores?

--¿Qué es este lugar? –pregunto Montoya ignorando la pregunta del hombre.

--Su señoría está en La Nueva Hierosolina, librería –dijo el hombre haciendo una caravana--.  Mi nombre es Jacobo Ramírez para servir a vuecencia.

--¿Libros? –pregunto con voz trémula Montoya.  Sus ojos brillaron--.  ¿Tenéis libros paganos?

--A su señoría lo reconozco –dijo Ramírez--.  Sois su excelencia el Inquisidor Montoya.  Y sí, tengo algunos libros griegos y romanos.  Pero igual los tiene el señor obispo de Puebla.  Es más, yo le he proporcionado algunos tomos.

--¿Y le vendéis también a sor Juana?

--He tenido el honor de hacer tal.

--¿Y os llamáis Jacobo?

--Si vuecencia.

--Con esa nariz y ese nombre no me diréis que sois cristiano viejo.  Estoy seguro que si os pongo en el potro y os bajo los pantalones encontrare que estáis circunciso.

Don Jacobo palideció.

--Voy a misa a diario, su señoría, y comulgo y asisto al rosario.  Ya no practico los errores de mis padres.

Montoya sonrió.  Era, sin embargo, la sonrisa que un tigre amidkanebala le daría a un molango del Sunderbund al que espera despedazar después.  Y así lo interpreto don Jacobo.

--No os preocupéis, buen hombre.  Mandadme una lista de los libros que tengáis a la venta.  Entre más raros y antiguos más me interesan.  Ah, y si son de autores paganos, mejor.

Dicho esto Montoya emergió por la puerta de la librería junto con el Osito y el Faisán.  Montoya podía observar las torres de la catedral.  Reconoció donde estaba.  Era la calle de la Moneda.  A unos cuantos pasos estaba la yerberia de la Hermandad Blanca.

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