Wednesday, August 10, 2011

XXI. Los Trapos de Bellini

Del libro de Pedro de Santa Cruz, donde se discute si los sombreros con plumotas son ya pasados de moda y es el estilo a la puritana el que se prefiere en Paris.

No se cuantos días pasaron hasta que logre volver a ponerme en pie.  Una semana de camino me llevo a Madrid. Busque una venta no de tan mala muerte como a las que estaba acostumbrado. Entre mi porción del viaje a las Indias, lo que me había dado mi padre, y lo que generosamente me dio el posadero tenía yo bastante plata. Para mi horror aparentemente las nuevas de mi llegada se habían esparcido.


--¿Viene el caballero desde el sur? --me preguntó el posadero--. ¿Habéis oído del Conde del Santo Cirio?

--No. ¿Que con él? --pregunté intrigado.

--Se dirige aquí a Madrid --explicó el posadero--.  Dicen las malas lenguas que hizo un pacto con el diablo para convertirse en el mejor espadachín de Europa. ¡Ningún acero lo puede tocar!

--¡Exageráis!

--¡No! --insistió el posadero--. Juro que es lo que oí contar a unos arrieros. ¡Mató él solo a cincuenta caballeros en una venta y viene acompañado de un sequito de gitanas que le concedió el sultán de Constantinopla al cual le salvó la vida de un fiero tigre que lo iba a emboscar!

Aparentemente las historias del tal Conde del Santo Cirio, Duque del Santo Sepulcro, o Márquez de la Santa Cruz eran la comidilla del día en los corillos de los matarifes desocupados de Madrid. Todos se aprestaban para retarlo aun si la vida les fuere en ello. Algunos detalles, como que el mejor espadachín de Europa, conde o marquez de Dios sabe que, vestía como humilde marinero “pues era una manda que había hecho al señor de Compostela cuando una tormenta casi hunde su flota de 500 galeras frente a Trieste” me iba a delatar tarde o temprano.

--Decidme --le pregunté al posadero--, donde puede un gentilhombre vestirse tal cual aquí en este pueblucho?

--Ah, caballero, idos por esta misma calle y tres cuadras más adelante está el establecimiento del italiano Bellini. Es el modisto del rey nuestro señor. No hay mejores sedas en todo Madrid.

Me encamine al lugar.  Al cruzar una amplia plazoleta note que había grupillos de fulanos de mala estirpe hablando en corillos.  Trate de evadirlos.

--¡Oiga amigo!

No quise voltear.

--¡Que le estoy hablando amigo!  ¿Es sordo?

Me voltee.  Ya se imaginaran.  Era un fulano toscote con aire de matón.  Portaba una toledana y se atizaba el bigote.  Trate de actuar con mansedumbre.

--Usted perdonara caballero.  En efecto, si soy medio sordo.  Era artillero en una de las galeras del rey y de ahí quede muy débil del oír.

--¿Sois marino entonces?

--¡Cuidaos don Antonio! –le conmino un segundo que se le unió--.  Se dice que ese Duque del Santo Rosario es almirante de las galeras del rey.

--¿Vos estáis buscando al Almirante-Duque del Santo Rosario? –pregunte descubriéndome y persignándome.

--Si, ¿lo conocéis?

--¡Vive Dios si serví bajo su mando en su galera capitana, la invencible Nuestra Señora del Verbo Encarnado!  Pero sabed que el Almirante-Duque es el mismo diablo en persona.  Y no se parece en nada a mí.  Esta tuerto pues un cimitarrazo de un jenízaro casi le cerceno la cabeza en dos.  Pero perdéis el tiempo buscándolo aquí.

--Vamos, hombre, hablad.  ¿Sabéis donde esta?

Me temo que varios matarifes ya se habían juntado.  Me maldije a mí mismo y mi bocota.

--¿Pues donde mas, señores?  El rey nuestro señor bien sabe su valía como marino y le ha dado el perdón por todos sus crímenes.  Se encuentra ya en camino a Barcelona pues se ha visto una flota turca cerca de Sicilia y el rey le ha dado el mando de la flota.  Hacia allá me dirijo pues quiero volver a servir bajo tan insigne capitán.

--¿Decís la verdad?

--Podéis preguntar en palacio si no me creéis.  Yo que vos me apresuraba en ir a Barcelona para obtener una patente de oficial.  Yo no soy gentilhombre, aunque si soy cristiano viejo, y solo puedo aspirar a servir como un humilde artillero, aun si eso me cuesta el poco oído que me queda.

Sin más, me apresure a salir del lugar y deje a los corillos de matasietes discutiendo entre ellos.

El tal Bellini me vio con recelo cuando entre en su tienda.  Era yo el único cliente.

--Traigo plata y soy gentilhombre --dije con aire de perdonavidas.

De inmediato Bellini me sonrío.

--¿Y en que le puedo servir al caballero?

--Busco un traje de viaje. Ando de incógnito pero estos trapos tampoco son apropiados a una persona de mi clase.

--Entiendo, entiendo --dijo Bellini.

Empezó a mostrarme varios trajes definitivamente preciosos.

Un fulano entró. Le di un rápido vistazo. Vestía un elegantísimo traje de clérigo que identifique como jesuita. Era alto, moreno, algo afeminado, y el pelo le caía en elegantes bucles. Tras de el venia el que era obviamente su criado.

--Ah, ¡Monsieur! --exclamó Bellini.

Noté que el cura le hizo una señal para que no dijera su nombre en voz alta. De inmediato escudriñe la tienda. Había una salida a una bodega. El cura estaba frente a la entrada.

--Atended primero al caballero --dijo el cura.

--Os despacho en un momento, excelencia --le dijo Bellini al jesuita. Luego se dirigió a mí--. ¿Queréis probaros este traje, caballero?

Tal cosa hice, cambiándome en un cuartito. Salí y me planté frente a un espejo. Definitivamente era un traje de gentilhombre. Y me sentaba muy bien. No me atreví a preguntar el precio.

--¿Y por que le dais ese sombrero, Bellini? –pregunto el cura viéndome con una sonrisa burlona.

--Es muy elegante --dijo el italiano.

--¡Bah! Las plumotas en el sombrero ya no son la última moda en Paris --explicó el cura--. Ahora se estila la moda a la puritana. Es más sobria. Menos ostentosa. Más adecuada para quien anda de incógnito, ¿oui?

Busqué donde había puesto mi espada y discretamente me acerque a esta.

--¡Monsieur tiene razón! --dijo Bellini--. Caballeros, disculpadme, iré a la bodega a traer los trajes puritanos que me acaban de llegar.

Mi mano se posó sobre mi espada. Encaré al cura.

--Y bien, caballero, ¿qué buscáis conmigo?

--A ver, Billote --dijo el cura.

El criado le presento un estuche largo. De ahí extrajo un sable. Lo tomó elegantemente e hizo con el malabares en el aire. Nada más oía el jush jush de este. La sangre se me heló. El criado se fue a guarecer detrás de un mostrador.

--Os advierto que herí al zurdo Pérez y ma-maté al gigante Hermann --le anuncie.

Me temo que mi voz temblaba. Ni siquiera el zurdo había mostrado la elegancia y temple que este cura evidenciaba. Me veía todavía con una sonrisa glacial bajo el mostacho.

--¿Al oso ese? Bien por usted. Y por lo que toca al zurdo, tal vez habéis tenido suerte. Os seguí la pista desde Sevilla. La perdi cuando los gitanos os sacaron de Sevilla pero la retome en la venta.

--¿Por qué me seguís? ¿Os manda doña Catalina?

--Es mi deber, caballero. Estaba en Sevilla cumpliendo una misión encargada por mi orden. Esta tiene oídos en todas partes. Decidme, ¿qué hay de la limpieza de sangre de la familia Santa Cruz?

--Antes decidme quien sois.

--Alguna vez fui mosquetero del rey. Me conocían como Aramis. Ahora sirvo al general de los jesuitas. Y bien, ¿que con los Santa Cruz?

--¿Por que queréis saber?

--Un secreto así es siempre de utilidad a mi orden. Vuestro padre tenía una de las casas comerciales más importantes de España. Tal establecimiento, con sus contactos…se puede utilizar para extraer ventajas, ¿oui?

No me sorprendía tal maniobra por parte de los jesuitas.  Tenían la reputación de ser muy dados a las intrigas y el chantaje y de tener espías en todos lados.

--¿Y me dejareis vivo si os doy la información que deseáis?”

--Os doy mi palabra de jesuita.

--¡Pamplinas! Dadme la palabra de un mosquetero del rey de Francia.

El hombre me vio fijamente.

--Sea --dijo Aramis a regañadientes--. Os la doy.

De mis alforjas saque los escritos en árabe que testificaban acerca de nuestro linaje.

La puerta se abrió de súbito. Entraron tres hombres con sables desenvainados. Eran mis medios hermanos.

--¡Dadnos esas cartas! --ordenó el mayor.

Bellini entro de la bodega portando varios trajes de puritano. Vio la escena ante sí y gritó como una colegiala y se escabulló.

--¿Las queréis caballeros? --preguntó el jesuita. Tenía la misma sonrisa glacial de siempre. Tres contra uno. Pero ese uno había sido mosquetero del rey.

--No los matéis, os lo imploro --le dije--. Son de la sangre de mi padre.

--No, no lo hare. Me divertiré tan solo –contesto el jesuita--. Bien, idos, Santa Cruz. No podéis evadirme.  Tarde o temprano repetiremos esta conversación.  Yo mientras me entenderé con los caballeros. Y no os preocupéis por vuestra cuenta con Bellini. Yo la pagare.

Sin más me escabullí por la misma puerta donde se había huido Bellini. Tras de mi oí maldiciones y uno que otro grito de dolor.

Y así fue que, montando mi percherón y vestido como gentilhombre (con todo y plumota en el sombrero), salí de Madrid rumbo al norte.

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