Friday, August 26, 2011

V. Suspiros

Donde Juana discute con un fraile anciano sobre la naturaleza de los suspiros.

Ciudad de Méjico, 1666

--Deposita vuecencia una gran confianza en mí, --dijo Juana--.  Vive Dios que yo no quiero líos con la inquisición pero ciertamente este trabajo de este señor Johannes merece ser protegido.  Créame que me avocare a estudiarlo.  ¿Es esta la razón por la que me cito?

--En parte si.  Sucede que oí que habéis hecho que don Armando Bocanegra, científico renombrado y catedrático de esta universidad, perdiera los estribos.

Juana recordó el debate, que pronto se volvió acrimoso, con don Armando.

--Don Armando y yo coincidimos en una tertulia en la corte y por no sé qué razón comenzamos a discutir sobre Aquiles y la tortuga, la famosa paradoja esa.

--¡Ja!  El caso es que don Armando discutía con una niña de catorce años, dama de compañía de la virreina, que lo desarbolo completamente, para usar términos náuticos que entendería nuestro virrey.

--A raíz de nuestro debate, don Armando me ha acusado sin razón de ser fatua, arrogante, la peor de todas.  ¡Vive Dios que le he ofrecido mil disculpas!

--¿Disculparte?  ¿De qué?  El hombre es un patán.  No os preocupéis,  el asunto llego a mis oídos, eso fue inevitable, y tuve que hablar con el virrey y hete tu aquí.  Escucha, Juana, quiero tu opinión sobre una pulga que me he estado rascando y que tiene que ver precisamente con el bendito cuento ese de la tortuga y Aquiles.  He consultado a mis otros colegas sobre el menester pero me tildan a loco.  Si vos lo hacéis también creo que dejare el concepto por la paz.

--¿Perdón don Diego?

--La definición de velocidad la conocéis ¿verdad?

--En efecto.  Una distancia dividida por la cantidad de tiempo que tomo recorrerla.

--¿Y si esa distancia fuera muy pequeña?

--Igual lo seria la duración.

--¿Y si la hicieras mas y mas pequeña, rete chiquita?

--Igual pasaría con el denominador.

--O sea, cada vez divides un número pequeñísimo por otro igual de pequeño.

--Me imagino que sí.  Eso evitaría que la velocidad creciera a infinito.

--¿Aunque el denominador es cada vez más pequeño?

--Se van compensando, me imagino, don Diego.  ¿Qué con ello?

--Pero eventualmente estas dividiendo una cantidad que es casi cero por otra que es casi cero.  Y vos sabéis que dividir por cero es imposible.

--Pero no es cero, es casi cero, como vos habéis dicho.

--Creo que se trata de una fauna nueva.  No son enteros ni fracciones.  Yo los llamo “suspiros”.

--¿Suspiros?

--Son números pequeñísimos, antes de cero, sin llegar a ser cero, como quien dice el último suspiro que uno tiene antes de morir.

--Entiendo.   Sin embargo, ¡sus recíprocos serian casi infinitos! –Los ojos de Juana brillaron.

El secretario toco y entro trayendo una bandeja con los chocolates.  El anciano y Juana bebieron el brebaje con contento.  Juana no se sentía ya incomoda.  El que un doctor tan renombrado como don Diego la llamara colega y la confiara con el libro del hereje Kepler le complacía.  Y además, el concepto que le había presentado don Diego la intrigaba.

--Imagínate, Juana, que veis a Aquiles corriendo y decís que va a tal velocidad.  Es decir, vuestra observación vino de dividir a un suspiro por otro suspiro.  

--Tienen entonces vuestros suspiros efectos reales, don Diego.

--En efecto, y esto va a lo que discutíais con Bocanegra.  La paradoja es que si observáis a Aquiles…

--O a la misma tortuga, don Diego…creo que se hacía adonde va, don Diego.

--Si, a cualquiera de ellos, en un intervalo pequeñísimo de tiempo no se están moviendo en efecto.  

--Cualquier pintor lo sabe.  Puede mostrar a don Aquiles quemando la chancla pero estático.

--El arte tiene limitantes que las matemáticas no tienen. 

--¡Limitantes!  ¡Limites diría yo!  --exclamo Juana con entusiasmo--.  ¡Podríamos pensar entonces en la velocidad como un límite de las secuencias cada vez más pequeñas de los intervalos de tiempo y distancia!  Y lo que el artista plasma es tal: un límite.

El anciano empezó a toser.

--¿Esta usted bien, maestro? –pregunto con preocupación Juana.

El secretario entró.  El anciano parecía a punto de desfallecer.

--Don Diego lo llevaremos a su casa.  Se ha agitado demasiado hoy.

El anciano levantó una mano.

--Juana, la carne tiene aun mas limitaciones que el arte o las matemáticas.  ¡Cuánto quisiera haberte conocido unos veinte años atrás!  Ahora ya estoy en la antesala de mi último suspiro, hija.   Pero le agradezco, sin embargo, a Dios haberte conocido. 

Juana se retiro llevando consigo el libro.  Varias veces después visito a don Diego y discutieron más sobre los suspiros, Kepler, y la muerte de Claudio Tolomeo.  

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