Sunday, August 28, 2011

III. El Enviado del Virrey

Donde se relata un incidente que ilustra la cautela necesaria al vaciar la vejiga en tierra caliente.

Nueva España – mayo de 1713

En esos días llego don Jose Antonio Pavon, visitador representando a la hacienda del virrey, a San Andrés Tuxtla, poblado localizado en el sur de Veracruz en la Nueva España.  Era don José Antonio un hombrón de mediana edad, chaparro, algo barrigón, muy colorado, cristiano viejo, originalmente de Asturias.  La misión de don José Antonio era inspeccionar las plantaciones de tabaco de esos lares, hierba sobre la que la corona poseía un monopolio que le proporcionaba pingües ganancias.  Sin embargo, las rentas del virrey habían disminuido, según se reportaba, por causa de un chahuistle o enfermedad que afectaba a las plantas del tabaco.  Don José Antonio hizo el viaje, por demás azaroso, a los Tuxtlas con la intención de verificar estos reportes.

El alcalde de la localidad, el mestizo don Faustino Panza, le proporciono aposento y guías que lo acompañarían en su inspeccion.  Don José Antonio empezó a hacer sus recorridos por las plantaciones de tabaco de la comarca.  Los reportes eran, en efecto, correctos: una plaga afectaba las plantas.  Sin embargo, aseguraban los naturales, esto era un hongo que se aparecía cada veinte años y se esperaba que, con la llegada del tiempo de lluvias, los efectos de esta plaga se diluyeran y pronto la producción volvería a ser como antes.

El viaje de don José no hubiera tenido mas novedad excepto que, en el curso de su inspección, sintió la necesidad de vaciar la vejiga.  Don José Antonio se apeo de su mula y se apresto a hacer su necesidad detrás de una ceiba.  Desafortunadamente, estaba ocupado en esos menesteres cuando sufrió la picadura de una víbora de las que los naturales llamaban nauyacas.  Estas eran conocidas por ser venenosísimas.  Los escoltas de don José oyeron sus alaridos y de inmediato mataron al bicho.  La mordedura había sido en una pantorrilla (y no en otra parte, de lo cual dio gracias don José Antonio).  La escolta le hizo un corte para hacer fluir la sangre. 

Don José Antonio, sin embargo, estaba muy pálido y sentía como su corazón se aceleraba incontrolablemente.  Era evidente que el veneno había invadido su organismo.  Cayó desmayado.  Sus escoltas lo llevaron de regreso a San Andrés.  Don José Antonio fue puesto en su cama, en espera del fatal desenlace.  Viendo que la parca ya rondaba, el alcalde don Faustino hizo preparar café (necesidad infaltable en los velorios) e hizo llamar a unas viejitas que se ganaban la vida rezando rosarios en los funerales. 

No había sacerdote en San Andrés que le diera la extrema unción a don José Antonio.  Y tampoco había medico o cirujano que le mantuviera el alma en el cuerpo.  La muerte y tal vez la condena eterna era eminente.

Don José Antonio, en breves ratos de lucidez, maldecía como buen español y hacia demandas que un clérigo consideraría blasfemias e insistía además en que le trajeran a un cirujano o de perdido a un barbero.  Ante tal insistencia, don Faustino hizo llamar a un tal Guadalupe, indígena avencidado en el pueblo de Catemaco.  Este indígena Guadalupe era reconocido por sus dotes de curandero o brujo y también por ser pícaro y taimado. 

El brujo Guadalupe observo al paciente y sacudió la cabeza cual los médicos de la antigua Babilonia que se rehusaban entrar en lid con la muerte cuando esta era inminente.  Más don Faustino mucho le insistió y lo amenazo recordándole un asunto de unas gallinas que habían desaparecido recientemente, hurto del cual se sospechaba Guadalupe era el culpable.  Ante estas sugerencias Guadalupe cambio de parecer y se avoco a curar al enviado del virrey y este, en su desesperación por sentir la parca cerca y oler el café que ya se preparaba para el velorio, no puso objeción a los ministerios de su galeno.

Pasaron días de agonía.  En un momento de lucidez don José Antonio se despertó y vio al curandero Guadalupe viéndolo fijamente.

--Decidme, ¿sois medico?

--Me llamo Guadalupe Cruz y no, patrón, no soy medico, aunque he mandado al Mictlan a bastantes almas y algo he aprendido echando a perder.  Por favor tómese esto –le dijo Guadalupe pasándole un vaso con un brebaje.

Don José Antonio lo bebió sin protestar y sin querer saber que contenía.

--¿Me voy a morir? –pregunto don José Antonio.

--No.  Acabo de bajar del cerro del mono blanco y pregunte.

--No os entiendo.

--Cosas de indios, patrón.  Hable con Nanciyaga y ella me dijo que vuecencia no se muere de esta.  Ella lo va a curar.

--¿Quién es esta Nanciyaga?

--La reina de los chaneques, patrón.

Don José Antonio se rió.

--Bueno, aun si esta señora Nanciyaga fuera la reina de España no me importa con tal que este en lo cierto.  ¿Así que ella dice que no me muero de esta y que me va a curar?

--Así es, patrón.  Es mas, dice doña Nanciyaga que usted se muere de viejo con los nietos saltándole en la barriga y jalándole las barbas.

--¡Válgame María Santísima!  ¿Cómo le puedo agradecer a esta señora el que me cure?

--Déme un cobre y comprare un gallo negro que ofreceré a la media noche.

--Sea –dijo don José Antonio.

Y fue así que, después de una semana de fiebres, quejidos, maldiciones, y dolores, don José Antonio abrió los ojos una mañana pidiendo que le dieran café y desayuno pues tenia hambre.

La noticia causo un respiro en toda la población: si se hubiera muerto don José Antonio quien sabe como hubiera reaccionado el virrey.  Las viejitas rezaderas tuvieron que contentarse con unos cuantos cobres que les soltó don Faustino.  Y el café del velorio se lo apuro a sorbos don José Antonio, que había despertado con una sed de los mil diablos.

Pasaron los días y don José se iba recuperando lentamente.  Entre sueños, sin embargo, se despertó un buen día muy temprano al oír una voz poderosa exclamar:

--¡Dios es Dios y Jesucristo es su hijo!  ¡Venid a orar, hermanos!

Don José Antonio maldijo quedamente. 

A media mañana se presento don Faustino Panza a inquirir como seguía el convaleciente.

--Dígame, don Faustino –le pregunto don José al alcalde--, ¿como es que llamáis a los fieles a misa de esa manera?  ¿No tenéis acaso campanas?

--No, don José.  La torre de la parroquia se vino abajo con un temblor y no hemos vuelto a colgar campana.  De por si, estamos aquí muy dejados de la mano de Dios.  Tiene años que no tenemos cura en la parroquia.  Nadie da ahí misa pero nos juntamos para rezarle al santísimo.

--¡Pero es que eso de llamar a los fieles así se asemeja al muecín de los moros! –exclamo don José, que en su juventud había viajado por el mediterráneo y conocía de los menesteres de los seguidores de Mahoma.

--Que le puedo decir –se excuso don Faustino--.  Los naturales aquí son muy conservadores.  Mi antecesor me dijo que esta costumbre estaba establecida desde que llego aquí un prelado que tenia el nombre de Pedro Santa Cruz.  Pero este se murió hace muchos años y el obispo no nos ha mandado reemplazo desde entonces.  No creí conveniente enemistarme con la feligresía y así he dejado que esta costumbre siguiera.  ¿Qué bronca tendría Dios con la manera con que se llama a la feligresía?

--Válgame Dios, pero, decidme, ¿Cuántas veces al día se hace esta llamada?

--En tiempos de mis viejos, se solía hacer cinco veces al día –explico el alcalde--.  Pero hoy solo se hace en las mañanas y al atardecer.

--¡Cinco veces!  ¡Milagro que no se hincan en dirección a Meca!

El curandero Guadalupe entro en esos momentos.

--Buenos días tengan sus mercedes.  Don José Antonio, ¿Cómo amaneció vuecencia hoy?

El indígena le tomo el pulso y le reviso las pupilas.

--No entiendo que ocurre aquí, don Guadalupe, parece que estoy en la tierra de los moros.  Falta que se hinquen en dirección a la Meca.

--Pues, don José Antonio –contesto Guadalupe—, según me contaban mis viejos antes rezábamos en dirección a Jerusalén.  Aunque más bien parecía que lo hacíamos hacia Coatzacoalcos.

--¿Coatzacoalcos? –Se rió don Faustino--.  Yo visite ahí una vez y no era un lugar muy santo que digamos.

--Bueno, tal vez no importe la dirección.  La verdad es que os debo la vida Guadalupe –reconoció don José--.  ¿Cómo os puedo pagar?  Traigo algo de plata.

--No se preocupe vuecencia.  No se lo puedo aceptar. 

--Algo abra entonces que pueda intercambiar con vos para mostraros mi agradecimiento.

--Si lo hay, don José Antonio: vuestra discreción –contesto Guadalupe--.  Seria mejor, creo yo, que no reportara como adoramos a Cristo en estos lares.  Luego los señores de la inquisición toman todo a mal.

--Entiendo.  Además que yo no puedo aventar la primera piedra pues ya hasta hice sacrificar un gallo negro a doña Nanciyaga.  ¿Qué opina usted don Faustino?

--He aprendido a ser pragmático, don José.  Así me llevo la fiesta en paz.

--Me intriga sin embargo por que este cura Santa Cruz enseño a orar en esta manera a los naturales –dijo don José.

--En tal caso, le aconsejo que lea usted las memorias del cura Santa Cruz. Las tenemos en la sacristía –indico el alcalde--.  Yo apenas si se leer y nadie más en el pueblo sabe hacerlo.  Seguro que ahí explica porque rezamos ansina.

--¿Hay tales memorias? --pregunto con asombro don José--.  Este fulano Santa Cruz me intriga.

--Si –respondió el alcalde--.  Sin embargo, le pediré don José, aquí, ante Guadalupe, que mantenga usted discreción sobre lo que lea.  Había rumores que el curita Santa Cruz tenia cola que le pisen y líos con la inquisición.  Como dijo Guadalupe, ya vide vuecencia que esos señores de la inquisición son rete mal pensados.  ¿Para que tantos brincos estando el suelo tan parejo?

Don José Antonio accedió a estas condiciones, jurando que por su honor de hidalgo mantendría en secreto lo que leía.

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