Monday, August 29, 2011

II. Juana

“No hay cosa más libre que
el entendimiento humano;
pues lo que Dios no violenta,
¿por qué yo he de violentarlo?”
– Sor Juana

Donde una jovencita y su nana hacen antesala en la real Universidad Pontificia de la muy noble y señorial Ciudad de Méjico

Ciudad de Méjico, 1666

La nana toco en la puerta de la oficina adonde las habían dirigido.  Un secretario abrió y observo a ambas ceñudo. 

--¿Qué buscáis?

--Aquí nos citaron.  Ya tenemos tiempo esperando.  Se supone que don Diego nos va a recibir.

--¿Esta es la niña?

--Si  –dijo la nana--.  Nos manda doña Leonor Carreto.

Leonor Carreto era la virreina, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera.  La nana esperaba que la mención de la virreina agilizara las cosas.

El secretario hizo una pequeña reverencia.  Y la puerta se volvió a cerrar.

--¿Pos quien se cree que es este hombre necio para hacernos esperar?  –le dijo la nana a la “niña”, Juana, en voz queda--.  ¡Más le vale que no nos haga esperar mucho tiempo o le iré con el chisme a la patrona!

Juana le sonrió a su nana.  Tenía ella unos 14 años.  Era una muchacha guapa, con una cabellera negrísima, ojos glaucos, y una frente despejada.

Las dos mujeres aguardaban en un amplio corredor en el edificio que almacenaba la Real y Pontificia Universidad de Méjico.  A través de un gran ventanal se divisaba la catedral y la gran plaza frente al palacio virreinal.

La puerta se volvió a abrir.

--Pasen, por favor –dijo el secretario.   Disculpen que las haya hecho esperar.  Entiendan, por favor, don Diego está ya muy delicado de salud.  Tiene 95 años pero todavía insiste en presentarse en su oficina y recibir visitas.  Nos ha dado ya varios sustos.

--¡No le hagan caso a ese patán! –se oyó una voz cascada desde otra oficina interior--.  ¡Viejo el mar y todavía hace olas!  Déjenla entrar.  ¡Si ella es como su fama anuncia podré aprender algo!

Diego Rodríguez, fraile de la orden de la Merced, y ocupante de la cátedra de astrología y matemáticas de la Real y Pontificia Universidad de Méjico era un anciano mestizo, aindiado, enjuto, desdentado, y calvo.  Se encontraba sentado detrás de un gran escritorio de caoba.  Las paredes de la oficina estaban cubiertas con libros.  Juana reconoció los títulos: Homero, Galeno, Platón, Al-Kwarizmi…

--Sentaos niña, por el amor de Dios, que no muerdo.  Además, ya ni dientes tengo.

Juana se sentó en una silla ante el anciano sin decir ni una palabra.  El anciano la observo con detenimiento.

--Tengo entendido que habláis el mexicano –dijo Rodríguez en náhuatl.

--Fue mi primera lengua –explico Juana contestando también en náhuatl--.  Mis nanas me arrullaban en esa lengua.

--¿Conocéis los anales de los reyes mexicanos?  ¿Habéis leído a Chimalpahin o a don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl?

--Desconozco a Chilmalpahin pero conozco a don Fernando y también a Fray Juan de Torquemada.  Y, por supuesto, he leído a Bernal Díaz del Castillo.

--Entiendo.  Ya tendremos tiempo para enteraros de las antigüedades de Méjico. 

--Tengo curiosidad por esos menesteres.

--El Méjico anterior a la conquista era en verdad un civilización magnifica, Juana, y en muchos aspectos era aun más avanzada que la europea.

--¿Cómo cuales?

--Sabed, Juana, que los reyes mexicanos administraban una justicia, cruel si, pero justicia.  Esta se daba sin que ningún gran señor osase solicitar encaje que favoreciera sus intereses.  La mordida y el cochupo, mucho me temo, vienen de España. 

Además, yo pienso que su sistema de enseñanza era superior.  El niño crecía sabiendo que el más grande servicio que podría desempeñar seria el trabajar en bien de su patria.  Y las canas eran respetadas entre el vulgo y el mas grande titulo al que un hombre podía aspirar es al de tlalmamime o maestro. 

Todo esto es para mí un tema muy querido, Juana, y espero poder enseñaros esos menesteres. 

--Admito que el tema me intriga, don Diego.  Vivimos rodeados de los vestigios de esa civilización y poco los apreciamos o siquiera los reconocemos.

--Pero decidme, Juana, sois dama de compañía de doña Leonor Carreto, ¿cómo se encuentra el virrey don Antonio?

Juana bien sabía que don Antonio había sido nombrado virrey a pesar de la oposición del consejo de Indias que pensaba que su salud no era la óptima.

Juana cavilo su contestación por un momento.  Las intrigas de la corte eran constantes y evidentes aun para ella, dama de compañía de la virreina.  ¿Qué interés tendría este anciano con los menesteres de la corte?   Juana opto por dar una respuesta diplomática.

--Su señoría el virrey goza de cabal salud, gracias a Dios.  Jura que el chocolate lo ha restablecido completamente.

El anciano se rió.

--En efecto.  Tu servidor fue el que le sugirió que cambiara su dieta e incluyera en esta el pulque y el chocolate y dejara de comer tanto marrano y beber vino.  Don Antonio es un marino y es correoso como todos los de su raza.  Con tantito endereza el rumbo.

Juana no dijo más.

--Os quiero agradecer que hayáis aceptado venir –dijo el anciano en griego--.  Debo de decir que estoy sorprendido.  Tenéis tan solo 14 años.  ¿Si me entiendes, verdad?

--Sin problema –contesto Juana en la misma lengua.

--¿Qué tanto domináis del griego?

Juana hizo una mueca.

El anciano volvió a hablar en español.

--Perdonadme, niña, me imagino que no estáis a gusto.

--Con todo respeto, don Diego –respondió Juana todavía en griego--, no quiero ser examinada como si fuera un bicho raro.

El anciano levantó una mano.

--Tenéis razón, por supuesto.   Ahora que, hablando de chocolate y sus propiedades milagrosas, en las que firmemente creo, se me antoja uno.   Doña Leonor es mi amiga y me ha contado que sois muy dulcera.  Me sería un gran honor si me acompañáis en tomar un chocolate. 

Juana no dijo nada y tan solo inclino la cabeza.  Todavía no se sentía a gusto siendo cuestionada por este anciano tan extraño.  Don Diego toco una campanilla y el secretario se presento.

--Por favor traednos dos chocolates, Felipe.

En voz baja, el anciano se dirigió a Juana una vez que el secretario había partido.

--Ansina no va a estar espiándonos mientras trae el gasaje.  Escuchad, Juana, no os traje a examinar como bicho raro.  He oído de vuestro talento y no, no tenéis que probar aquí nada.  Me interesa nutrir vuestro intelecto.  Decidme, Juana, ¿podéis guardar un secreto?  Hay cosas que se me pudren por guardarlas.

--Supongo que sí –contesto intrigada Juana ante la pregunta del anciano.

El anciano se levanto dificultosamente y se dirigió a uno de sus libreros.  Con una llave que le colgaba del cuello abrió un cajón y extrajo un libro.

--Hay ventajas en estar en la Nueva España que no gozan nuestros colegas de Salamanca.  Y por colegas te incluyo a ti.

--Don Diego, usted no me conoce.

Bien, decía yo que a veces es mejor estar en Méjico que en Salamanca.  ¿Sabéis por qué?  ¡Qué pregunta tan necia la mía!  No hay razón por la que lo sepáis.  Veras, Juana, en España los censores queman cuanto libro viene de los países herejes.

Juana vio, como si fuera un bicho raro, el libro que el anciano tenía en sus manos.

--¿Y ese libro fue escrito por herejes?

--Si, Juana.  Este libro fue escrito por herejes, igual que fueron escritos los evangelios.  Digo, el mismo Pablo era judío, ¿no?  Y sin embargo leemos sus cartas y epístolas sin condenarnos.   El caso es que los libreros en Europa a veces compran libros y saben que no los pueden vender en España pues los quemarían.  Para no perder su inversión, los mandan de contrabando a Veracruz. 

El anciano comenzó a hablar en latín.

¡Tole, leget![1], os lo regalo y os aseguro que no os condenareis al examinarlo.  Creo que estará en buenas manos.

Sor Juana agarro el libro con manos trémulas.  El titulo era Misterium Cosmographicum.

--¿Kepler?  No lo conozco –admitió Juana.

--Johannes Kepler.  Es un teutón.  Yo lo considero el asesino de Claudio Tolomeo.  Veréis que es muy leído y conocedor de la ciencia de las estrellas y de lo que pasa en el sol y la luna.  Leedlo y comprenderéis.

Juana abrió cautelosamente el libro.  Estaba escrito en latín.  En el prefacio leyó:” yo deseaba ser teólogo; pero ahora me doy cuenta a través de mi esfuerzo de que Dios puede ser celebrado también por la astronomía”.

--¿Parábolas?  ¿Un modelo parabólico?  ¡Vive Dios esto es fascinante! –admitió Juana con entusiasmo.

El anciano se rió.

--¡Sabia bien que no me había equivocado! 

--¿Pero no está prohibido tener este libro?

--Técnicamente si, la inquisición nos haría chicharrón tanto a mí como al libro.  Pero no te preocupes.  El libro estará más seguro en tus manos pues ningún inquisidor se atreverá a levantar la mano contra la dama de compañía de doña Leonor.  La mayor parte de mi biblioteca será consignada a las llamas cuando yo muera. 

Juana contemplo los cientos de libros que se encontraban a su alrededor.

--¡Dios mío!

--Salva a don Johannes, Juana, por lo menos. 


[1] “¡Tole, leget!”  o “ten lee”  es la frase que San Agustín de Hipo Regio asegura oyó decir a un ángel y que lo impulso a estudiar los evangelios.

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