Friday, August 19, 2011

XII. Os Ofrezco el Mundo

“Inclineme a los estudios
desde mis primeros años
con tan ardientes desvelos,
con tan ansiosos cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.
Conmute el tiempo industriosa,
a lo intenso del trabajo,
de modo que en breve tiempo
era el admirable blanco
de todas las atenciones,
de tal modo, que llegaron
a venerar como infuso
lo que fue adquirido lauro.
Era de mi patria toda
el objeto venerado
de aquellas adoraciones
que forma el común aplauso;
y como lo que decía,
fuese bueno o malo,
ni el rostro lo deslucía
ni lo desairaba el garbo,
llego la superstición
popular a empeño tanto,
que ya adoraban deidad
el ídolo que formaron.” –Los Empeños de Una Casa de Sor Juana

Ciudad de Méjico, Nueva España, Convento de las Jerónimas, 1682

Nos encontramos, lector, en el atrio de la geronimas.  Observad que el telón ha caido.  La obra había concluido.  Hay un momento de silencio.  Finalmente, la pareja virreinal se para y empieza a aplaudir.  El resto de los cortesanos hicen lo mismo.  La ovación continúa por varios minutos.  Los actores salen a la escena y recibenmás aplausos entusiastas. 

--Sor Juana, mi amo el virrey le pide por favor que suba vuecencia al escenario –la conmino un paje.

Sor Juana, que había estado observando la escena sube al escenario y hace una reverencia al público.  Los aplausos y loas arrecian cuando los asistentes reconocen a la autora de “Los Empeños de Una Casa”.

En la fila detrás de los virreyes un hombre vestido elegantemente de gentilhombre aplaude también.  Una vez terminada la ovación, el público se retira del pequeño teatro que las monjas habían habilitado.  Pero el gentilhombre se dirige tras bambalinas.  Lo acompaña una perra negra y grandísima.

--Madre, os pondría el mundo a vuestros pies si tan solo me dais la venia –dice el gentilhombre aproximándose a Sor Juana y haciendo una reverencia.

La monja lo voltea a ver.  El hombre observa que una sonrisa irónica adorna la faz de la monja.  Esta era una mujer guapa, el rostro no desluce ni lo desaíra el garbo.  El gentilhombre medita por un momento si vale la pena raptarla del convento.

--Caballero, no he tenido el gusto.

--Menfis, conde de la legión.  Y madre, hablo en serio.

--¿Me daréis el mundo? –la monja tiene una risa argentina--.  ¿Y qué culpa tiene este que expiar que amerite que yo lo tenga que gobernar?

--Muchas culpas debe, madre, vuecencia bien lo sabe. 

--¿Me pedís que deshaga entuertos y enderece jorobados?

--Cierto, pero los indios herbolarios de esta tierra han obviamente derramado hechizos en vuestra pluma.  No sufrís de falsas vanidades, madre, sois lo que sois.  Sin embargo, dudáis demasiado, lo cual habla bien de vos, pero suplís esto con vuestra diligencia en estudiar y así adquirir el lauro. 

--Soy humana, señor conde, apetezco la lisonja pero no olvido que soy tan solo una  monja.  Y no estoy acostumbrada a oír tales liviandades.

--Os digo, insisto, que el mundo os merece y yo os lo estoy ofreciendo.  Sois el Merito encarnado.  Merecéis gobernar al mundo.

--Y sin embargo, bien sabéis que a Pompeyo, en Farsalia, no le sirvió el estudio ni la razón.

--Tal se, pues yo ahí estuve y mi espada ayudo a Pompeyo escapar.

--De poco le valió a don Pompeyo.  En Egipto lo fueron a ajusticiar.

--Hay hombres que se rehúsan a oír a quienes lo tratan de ayudar.

--Ja! Ja!  ¡Bromeáis!  Aun si fuera yo el Merito y tuviera por aliada a la Diligencia, pocas son las humanas huellas que llegan a tales cimas.  Además, os olvidáis de Doña Fortuna y del Acaso.

--Esas dos diosas son venales.  Se pueden propiciar.  Y bien sabéis que con algo de prevención se evita el fracaso.

--¿Quién os mando señor conde?  ¿Sois acaso amigo de don Carlos?  ¿Por qué tantas lisonjas?  Don Carlos es muy dado a tales chanzas.

--Forastero soy, si.  Tal vez donde se me hospede no se me conozca pero no se me ignora.  Pero no, no son bromas mis alabanzas.

La perra se aproximo a Sor Juana.  Esta no mostró miedo al animal. 

--Hermoso su animal, señor conde.

--Es una loba.  Pero en realidad es una esclava de Lidia.  La compre en un mercado de la Subura, cuando Adriano gobernaba al mundo.  La infeliz sufre de una versión curiosa de licantropía.  Solo en las noches de luna llena vuelve a ser humana.  Es entonces cuando se torna en una doncella tan hermosa como la misma Helena de Troya.

El animal empezó a lamer la mano de Sor Juana.

--Bromeáis, ¿verdad?  --La monja se volvía a reír--.  Este buen animalito está muy peludo para ser la hija de Leda.

--Esperad a la noche de luna llena y lo comprobareis.  –dijo el hombre sin inmutarse.

--¡Vive Dios!  ¡Qué historia me contáis!  Tal parece que habláis en serio.

--Tal hago.

--Me ofrecéis el mundo y tenéis por mascota a una esclava lidia que sufre de licantropía.  ¿Qué queréis que os diga, señor conde?

Sor Juana acaricio a la loba.

--Que meditéis mi ofrecimiento, madre –dijo el hombre con voz queda.

--¿Y que ganaría el mundo con ello, señor conde?

--Si el Merito y no la Codicia gobernara al mundo, esta limitaría los excesos tanto de la riqueza como los de la pobreza.  Los mortales no se distinguirían entre sí más que por sus conocimientos. 

--Sois un idealista señor conde.  Asumís que el Merito no comete errores.  Sabe, señor conde, a mi me encanta cocinar.  Vive Dios, muchas veces “la he regado” como dicen las novicias y el guiso que intentaba hacer fracasa.

--Un error de vos es mil veces más tolerable que un acierto del más sabio gobernante.

--Pero, ¿cómo sabéis que este no es el mejor mundo posible?  Si el buen Dios les dio a los hombres esos gobernantes ha de ser por alguna razón.

La monja empezó a rascarle el lomo a la loba.  Esta hacia ruidos de contento.

--Me ponéis celoso, madre.  Zenobia nunca se ha portado tan mansita, aun conmigo.  ¿Veis por qué siento que sois formidable? 

--Pero no habéis contestado mi pregunta, señor conde.

--Cierto.  La respuesta es, como vos adivino, que soy un idealista y peor, un rebelde que rumia su derrota.  No, madre, no creo que este sea el mejor de los mundos.  Y esto refleja mi desilusión, con Dios mismo.  Los defectos de la obra reflejan los del autor.

La monja volteo a ver a su alrededor.

--Por favor, señor conde, por menos han acabado algunos en la pira.

--Perdone vuecencia, me he excedido en mis palabras y no quiero que estas os comprometan y menos que os ofendan.  Bastante problema pienso tendréis por haber representado esta obra.

--¿A qué os réferis?

--Nuestro nuevo arzobispo, don Francisco Aguiar, no es muy tolerante.  Odia en especial el teatro, las diversiones, y las obras profanas.  No dudo que cree, ja, ja, que el teatro es engendro del mismo demonio.  Muchos males se atribuyen a este pero, os aseguro, crear el teatro no es justa acusación.

Sor Juana suspiro.

--En la loa de la obra alabe a don Francisco, aunque sin nombrarlo.

--Eso no evitara que el hombre sea intolerante.  Os diré, sin embargo, que la justicia terrenal me tiene sin cuidado.  Y tal podría ser la condición de vos.

La monja lo vio fijamente.

--¿Quién sois?

--Vos lo sabéis, madre. 

--En tal caso, no me asustáis –contesto la monja aunque instintivamente su mano toco el medallón de San Jerónimo que portaba en su pecho--.  Después de todo, solo sois creación del buen Dios, quiéralo o no.  El hacer ofrecimientos utópicos esta en vuestra naturaleza.  ¡Vive Dios cuantos rebeldes han creado más sufrimientos tratando de aliviar sufrimientos y enderezar jorobados!

--Sin embargo, madre, los rebeldes son los que hacen avanzar al mundo.  ¿Os olvidáis acaso de Prometeo?  ¿Dónde estarían los hombres si no fuera porque este les dio el fuego?  ¿Censuráis a vuestra madre Eva?  ¿No comió ella gustosa de la fruta de la sabiduría, igual que vos hacéis?  Cristo mismo, ¿acaso no limpio al templo de mercaderes? 

--¡Torcéis mis palabras!  Si es que busco sabiduría es porque reconozco lo mucho que ignoro, señor conde.

--¡Pamplinas!  Os encanta indagar, discutir, buscar y, sobre todo, dudar.  Tenéis una curiosidad insaciable.  Vos no solo le habéis dado un mordisco a la manzana, ¡os habéis acabado toda la cosecha solita!  Conocí bien a Eva, a Sappho, a Hypatia y a muchas más hijas de Apolo como vos.  Pero vos, madre, ¡sois la peor de todas!  Y no, no creáis que esto sea otro discurso más de un hombre emasculado por vuestra sabiduría.  Admito, si, estar embelesado por esta.   Incluso, si, os temo.  Vuestra lira supera a la de Orfeo pues hasta los ángeles caídos se rinden a vuestros pies.  Es por eso que os ofrezco el mundo, sin condiciones, madre, para que vos hagáis o no de él lo que os plazca.  Y mi única venia…

--¡Vade retro! –respondió Sor Juana con voz trémula.

El hombre hizo una reverencia.

--No os importunare mas, hija de Apolo –dijo el hombre retirándose--.  No tenéis más que desearlo y me presentare ante vos.

Le pareció a Sor Juana que las mismas sombras se habían tragado al hombre y a su loba.

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